Intentémoslo de nuevo.
2020. ¿Quién lo diría? Cuando niño, no pensaba en el año. Me interesaba para la escuela y como muchos otros niños, cuando terminaban las vacaciones de invierno y volvía a clases, me confundía y seguía pensando que estábamos en el año anterior.
Cuando niño, el paso del tiempo no importa. No mucho. No como cuando creces. A mí comenzó a importarme más a partir de los 20. No sé si fue ese año o el siguiente que mi pareja de ese momento, Natalia, me sorprendió haciéndome a mano un juego de Tak. El Tak lo inventó Patrick Rothfuss en su libro The Wise Man’s Fear: consiste en un tablero de varias casillas, mínimo 5, en el que el punto es hacer un camino de piedras de tu lado del tablero al del contrincante. Natalia solía ganarme la mayoría de las veces.
De mi 2010 a inicios del 2020, hubo tres Natalias importantes en mi vida. Dos de ellas siguen presentes. Una de ellas nombró a la cantidad de suerte que tenemos en la vida como «Natalias», por lo que en ocasiones se me complica desvincular el concepto de ella. Tal vez esto se desvanezca con el tiempo. Solía decir que tenías una cantidad determinada de Natalias en la vida y que debías usarlas sabiamente.
Creo que en alguna de las muchas escuelas que estuve, escribir la fecha era parte de la calificación. ¿Cuál era el punto? ¿Siguen haciendo eso? Ahora, a los 23 años, solo me importa para saber cuándo es el cumpleaños de alguien querido. Que hoy sea 4 de enero me tiene sin cuidado. Eso sí: sé que en 5 días será el cumpleaños de un amigo.
Recuerdo que cuando niño, me gustaban mucho las fiestas de Navidad y año nuevo. Mi familia me enseñó a quererlas. Siempre eran eventos para estar con las demás personas. Para demostrar cariño. Para reír. Para celebrar. Todavía lo son, aunque tienen un regusto diferente. No solo a alcohol, sino también a responsabilidades. Este 31 de enero, lo pasé trabajando desde las 9 de la mañana hasta, más o menos, las 8 de la noche.
Antes de continuar, me siento obligado aclarar que la RAE dice que la década empieza en el año 1 y termina en el año 0. O sea, la década comenzó en el 2011 y finalizará el 31 de diciembre del 2020. Pero, si la mayoría dice que ya acabaron los 10 años, pues es la mayoría la que dicta lo que es verdad. Por eso quitan tildes de las palabras, ¿no? El idioma lo hace la gente.
¿Recuerdas el 2010? ¿Dónde estabas? ¿Con quiénes estabas? ¿Cuántos años tenías? El 4 de enero del 2010, yo tenía 13 años. Debía estar en secundaria. En ese entonces, tenía otros amigos, vivía en otro lugar y sentía que otras cosas eran lo que de verdad importaba. Mi mejor amigo de ese entonces se llamaba Uriel, si es que ya nos conocíamos. La chica que me gustaba se llamaba Pamela, o tal vez Fanny ya había aparecido, o estaba con alguien que no era ninguna de ellas dos. No recuerdo si tenía mascota. ¿Ya había salido Pokémon Soulsilver? Si sí, pasaba el rato jugándolo. Si no, todavía jugaba Platinum. Recuerdo que Platinum fue un regalo de Navidad y fui yo quien tuvo la tarea de ir a comprarlo. Me acompañó alguien que trabajaba con mi papá y yo estaba muy emocionado. Pero tuve que esperar hasta Navidad para jugarlo —Navidad del año en el que sea que salió en México, o del año en el que lo compré. Mi primer juego de Pokémon fue Emerald.
Mi mejor amigo de ahora y que lo será hasta que el universo explote, se llama Jorge. Jorge Carlos. Me uní a su grupo de amigos luego de años. Los quiero mucho. Sé que cuento con ellos y espero ellos sepan que cuentan conmigo. En ese sentido, soy leal hasta la médula. La chica que me gusta no se llama Pamela, y Fanny no fue sino el soplo de viento en un día de primavera. No. Ni siquiera. Tengo mascotas, pero no viven conmigo. Ya salió Pokémon Soulsilver y Black y Black 2 y X y un montón más.
Del 2010 a inicios del 2020, tuve 7 relaciones que no resultaron en lo que se supone que debe resultar una relación; de unas aprendí más que de otras. Besé a 12 chicas y puedo decir el nombre de todas —esto es relevante para mí, porque me gusta saber quiénes han sido importantes. Besé solo a un chico, aunque supongo que no cuenta. No fue un beso formal. Me enamoré una infinidad de ocasiones; tal vez me enamoro una vez al día. Es sano. Me mudé 6 veces. No me rompí ningún hueso del cuerpo. Me partieron el corazón, figurativamente hablando. Tengo entendido que yo rompí otros tantos.
Pienso en estos 10 años y me doy cuenta de todo lo que hice. Hace diez años estaba en secundaria y me creía genial y muy listo. Ya salí de la universidad y trabajo y no sé nada del mundo. Todas las personas ajenas a mi familia que me han marcado significativamente forman parte de esta década.
¿Qué me dices de ti? Piensa en estos años. ¿Qué cosas relevantes han sucedido? ¿Cómo te han cambiado?
Es curioso, lo que recordamos. A veces son las nimiedades lo que nos viene a la cabeza, lo que resalta con la intensidad de Sirio. O momentos vergonzosos que no dejamos ir —fue hace tiempo, ¿sabes? Ya no importa. Recuerdo un día lluvioso en Bellas Artes y unos ojos grandes y alegres —en realidad no eran grandes, pero en ese momento me lo parecieron y así me gusta recordarlos—; recuerdo una calle y una casa pintada de azul; recuerdo una escuela y una capilla y un juego de cartas; recuerdo un libro anaranjado, visto a través de una ventana. Y a pesar de la belleza de estos pequeños trozos aislados, resulta mucho más satisfactorio aquello que no recuerdo: Jorge Carlos (JC) y yo subiéndonos al techo —¿se le puede llamar así?— de un camino cubierto, en la preparatoria. Sé que pasó porque hay una fotografía. También recuerdo una fotografía con Vianey en un museo. No sé si ya había terminado nuestra relación. Yo estaba sonriendo y ella también, pero eso no me dice nada. Hay una fotografía de mí con Alexis y un personaje que construimos con mi chamarra, una almohada, una gorra y una pelota del pato Donald.
Ya es 5 de enero y estoy escuchando “The Calendar” de Panic! At the Disco. Parece una canción indicada.
Espero que hayas pasado un bello 31 de diciembre.
Hiato.
Es 7 de enero, por la mañana.
El 2020 ha iniciado con sorpresas de escala mundial. Pero esos eventos poco nos interesan aquí. Faltan dos días para el cumpleaños de mi amigo.
¿Qué tal va tu inicio de año? Ya han pasado siete días.
Hay siete pecados y siete sacramentos. Siete mares y siete brazos en el Menorá. Do, re, mi, fa, sol, la, si y lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo. Hay siete arcángeles y siete bellas artes.
Si continúas leyendo esto y esperas que lleguemos a alguna conclusión específica, temo decirte que te decepcionaré. Estos días solo he venido a escribir cuanto se me pasa por la mente. Tal vez a despertar un diálogo imaginario entre tú y yo. O tal vez solo a hablar de mí.
Aunque creo que los propósitos de año nuevo son una excusa, ¿ya tienes nuevos proyectos planeados para este 2020? Espero que si sí, estés haciendo algo para que se lleven a cabo. Ninguna cosa surge de la nada. Todo es un intercambio equivalente: «El hombre no puede obtener nada sin primero dar algo a cambio. Para crear, algo de igual valor debe perderse.»
La moneda de cambio más común en este intercambio equivalente suele ser el tiempo. Vamos a una escuela o a un trabajo o dedicamos un rato a un hobbie y, a cambio de nuestro tiempo, obtenemos conocimientos, algo de valor para otro, como un nuevo cliente o un producto audiovisual, o algo de valor para nosotros, como una pintura o una ilustración. El tiempo es tan importante y lo dejamos ir con tanta facilidad. Lo invertimos en tantas cosas que no nos hacen felices. Se esfuma en el tráfico y con compañías poco gratas; se desvanece atados a una silla y rellenando tablas.
Aurora bien lo dice en “Daydreamer” de Infections of a Different Kind (Step II):
“And we become night time dreamers/
Street walkers, small talkers/
When we should be daydreamers/
And moonwalkers and dream talkers/
In real life.”
«Y nos convertimos en soñadores nocturnos/
caminantes de calles, pequeños conversadores/
cuando deberíamos ser soñadores despiertos/
caminantes lunares y conversadores de sueños/
en la vida real.»
¿Todavía sueñas en grande?
Miro por la ventana mientras el camión avanza por una zona de oficinas. Las personas van en traje y en sus coches y en vestido y en sus motocicletas y parecen cansados, hartos, sin ganas —o yo estoy sugestionado. Con sus audífonos, escuchando algo mejor que el sonido constante de los vehículos. Esperando en una parada, con los ceños fruncidos. En sus celulares, en algún otro sitio.
¿Recuerdas con añoranza días del pasado que en su momento no te parecieron tan buenos, pero que ahora te has dado cuenta de que no eran tan malos? Eso podría significar que estás peor que en ese entonces. Es nostalgia pura y dura. ¿Quién en su sano juicio extrañaría algo que cuando lo vivió le parecía malo? Esto lo aprendí de JC. No con estas palabras, porque yo soy un poco más crudo.
8 de enero. Mañana es el cumpleaños de mi amigo. A menos que en realidad sea el 12 y lo esté confundiendo. Creo recordar que sí es el 9.
Los últimos días de diciembre los pasé con mi familia. Y trabajando. Y leí dos libros sobre amor. Me faltó un libro para completar mi meta de 25 libros leídos en el año —en realidad, puede que no, pero no estoy contando mi relectura en inglés de The Name of the Wind. Uno de esos libros fue Tokio Blues de Haruki Murakami. Quería escribir algo al respecto sobre ese libro, pero las palabras no me salieron adecuadas. Lo más que pude exprimirle a mi mente fue:
De alguna manera tengo que sacar esto.
Voy camino a mi ciudad natal, en un autobús, y acabo de terminar Tokio Blues —o Norwegian Wood— de Haruki Murakami.
La novela me atrapó desde el primer momento, me llevó por un viaje delicado y, a la vez, vertiginoso. Fue una aventura violenta.
¿Qué saqué de este libro, repleto de soledad, ausencia, sexualidad, muerte y— bueno, la vida en general? Sinceridad.
Es un libro excelente. Parte de lo que me impactó de él se ha diluido en la inmensidad del paso del tiempo. Espero que algo se haya quedado dentro de mi ser.
El otro libro que leí a finales de año o, sería mejor decirlo, comencé a finales de 2019 y terminé a inicio del 2020, fue El cielo es azul, la tierra blanca de Hiromi Kawakami. Terminar Tokio Blues y comenzar este libro fue una bofetada que me di a mí mismo. Las dos historias son muy distintas, aunque comparten varios elementos en común: viajes en trenes y visitas a bares, a beber sake y a comer botanas peculiares de Japón, travesías y un análisis meticuloso de lo que es el amor. Murakami es directo y crudo y peca de ciertos clichés, aunque resulta disfrutable hasta un punto ridículo. Tokio Blues fue una sorpresa muy grata. Por su parte, Kawakami se siente como una tarde de primavera bajo un árbol, con el atardecer constante y solo unas cuantas nubes de lluvia que amenazan, pero que pronto se disipan. Leer a Murakami fue internarme en una tormenta y regocijarme; leer a Kawakami fue salir de la tormenta y tener una guía para disipar toda la excitación causada por el temporal.
Ahora leo After Dark, también de Murakami. Tiene algo con la música. Sus ambientes, parece, los construye a partir de ella. Antes ya había intentado leer algo de él, 1Q84, pero no me encontraba en una buena etapa como para acercármele. Sin embargo, recuerdo muy bien una escena en la que uno de sus personajes va en taxi y remarca la música que suena. Libros después, puedo señalar esto como una característica relevante del autor.
After Dark es una historia muy diferente a Tokio Blues. Son como negro y blanco; como una novela escrita en computadora y una hecha en máquina de escribir.
El 2020 me ha hecho pensar en mucho. Y he iniciado el año con turbaciones mentales. Es como si el palacio de mi mente sufriera constantes terremotos y no me dejaran descansar en paz. Sigo andando no por fuerza de voluntad, sino por el mecanismo humano que nos impulsa. Como diría Watanabe, me doy cuerda todas las mañanas. Y mientras él se daba cuerda por Naoko, creo que yo lo hago por una especie de amanecer que está a la vuelta de la esquina. Siento como si estuviera entre una oración en paréntesis que se ha vuelto un párrafo, que se han vuelto varios, que se han convertido en una página y que se proyecta para ser varias.
Al menos estoy intentando volver a escribir. Algo en lo que tengo fe o, al menos, algo que remueve con ondas casi imperceptibles el lago de mi interior. ¿Has sentido algo así? No es fuerte. No es apremiante, pero sí trascendental. Aunque, un momento. Seré yo quien decidirá si es trascendental o no. Dependiendo del esfuerzo que imprima en su confección. Es como una buena prenda.
¿Has sentido ese tipo de felicidad que te calienta el corazón, casi literalmente? Yo la sentí, por primera vez, durante estos días que estuve con mi familia por fin de año. Los vi felices. Eso me alegró como nada me había alegrado en el mundo.
Hace poco, Iván me preguntó que qué me emocionaba. O qué me hacía feliz. No estoy seguro de cuál fue la pregunta particular, pero me tuvo mucho tiempo pensando. Habíamos salido a comprar cena. Las pláticas con él siempre resultan retadoras y reveladoras. Luego de un par de meses de conocernos, creo que comienzo a atisbar algunos de los hilos que lo mueven.
A modo de respuesta, comencé a citar pequeñas cosas que me han hecho feliz o que me han sorprendido. O sencilleces que disfruto. Me gusta leer una buena historia y escuchar mi música favorita; me hacen feliz los gatos y estar solo cuando siento esa apremiante necesidad de escapar del mundo; me hace feliz ver a JC y a mi familia, los abrazos oportunos y la textura de la piel, así como a Amélie le hace feliz meter la mano en las bolsas de granos de las tiendas a granel. Cuando vi por primera vez esa parte de la película, no alcanzaba a comprender por qué eso la hacía feliz. Yo quería que algo tan sencillo fuera disfrutable para mí. Y aquí estoy ahora, años después. He aprendido. ¿Qué es lo que tú disfrutas?
En realidad, ¿qué te hace feliz? Espero que lo que sea, lo persigas este año.
Cuando estaba con Natalia —la que me hizo el Tak— creo recordar que se le dificultaba sorprenderme. Pensaba en qué podía hacer para sacar de mí alguna reacción física de lo que se espera con una sorpresa. Era complicado. Lo sigue siendo. Iván me dijo que creo no ser expresivo, pero que lo soy, y mucho, en especial con los ojos. Se me dificulta mantener contacto visual, por lo que él me recuerda que lo mire. ¿Qué tanto crees que tú expresas con los ojos? O, en general, ¿qué tanto de ti muestras a los demás?
Aún considero qué tanto de lo que hago —creativamente hablando—, vale la pena. Tal vez me tome un hiato. He pensado mucho en renunciar a cosas que me gustan, por frustración, por falta de tiempo, por— por una infinidad de razones. Si tú estás pensando por un momento así y esperas una señal, aquí la tienes: no lo hagas, no lo dejes. Haz lo que te gusta. Puede ser difícil, puedes sentir que te falta talento o ganas o— o muchas otras cosas, pero por algo elegiste eso en particular.
Y listo. Ya no sé qué más escribir. Las palabras se me han ido poco a poco, aunque si sigo esperando días y días, sé que siempre tendré algo nuevo que agregar a este texto.