La música viajó por entre el sofá y sobre la alfombra. Serpenteó cerca de la infinita cantidad de plantas que allí se amontonaban, no sin tomarse un segundo para al menos dirigirles unas notas. Subió el desnivel que separaba la sala del recibidor y uno a uno, se deslizó por sobre los viejos escalones, hasta llegar a la planta alta. Furtiva, se introdujo por la puerta entreabierta, saltó a la cama y saltó, saltó y saltó, para luego dirigir su atención hacia la única ventana por la que entraba el Otoño, con su aroma a frío, a tierra húmeda y a cambios. Tomó un respiro. Una pausa. Un silencio. Acto seguido, se aventuró. Tomó impulso y despegó. Al tocar el viento, y a pesar de su evidente debilidad, la música sintió que todas sus ondas se estremecían, pues había abandonado la casa, movida por el deseo de compartir con el mundo lo que la hacía especial.
CAPÍTULO UNO: NOSTALGIA (PARTE 1)
El constante repiqueteo de las teclas se combinaba con alguna parte de El Cascanueces de Tchaikovsky. Los dedos de Silvia se movían álgidos sobre el teclado, mientras sus ojos seguían las palabras que iban apareciendo en la pantalla. En esta ocasión, el tema era El cuidado de las orquídeas. Mientras escribía, se preguntaba cómo es que le había tomado tanto tiempo hablar sobre estas flores, siendo que eran las que más vendía. Quizá, se dijo, como muchas otras personas expertas en un tema, solo había dado por hecho que todos sabían que, por ejemplo, una vez por semana se deben sumergir las raíces de las orquídeas por unos minutos, hasta que las burbujas de aire desaparecen. Ahora, si las personas no tenían idea de este dato, ¿cómo es que compraban la flor? Cada que llegaba a un cuestionamiento similar, sobre la relación entre seres humanos y plantas, decidía que profundizar en el tema no le traería nada bueno.
El estómago de Silvia emitió un gruñido grave, cavernoso, que la obligó a detener el rondó de sus dedos. ¿Cuánto tiempo llevaba escribiendo? ¿Siquiera había desayunado? Miró el reloj de la computadora. Llevaba cinco horas frente a la pantalla, y no, no había comido nada. En ocasiones, Silvia era como una flor silvestre: habría sido bueno que alguien más se encargara de ella, sin embargo, tenía que encontrar su propio modo de subsistir.
Observó su alrededor, la luz que entraba sigilosa por entre las cortinas de la ventana, tocando las hojas de los helechos solo lo necesario, casi con dulzura. Observó los libros sobre la mesa de centro: exhibían con orgullo una fina capa de polvo que Silvia no sintió la necesidad de retirar. Miró sus pies y sus pantuflas, sencillas, de color café, descansando sobre la alfombra verde desgastada que cubría todo el piso de la primera planta. Así, sus ojos recorrieron toda la estancia, como si la mirara por primera vez. Era amplia y todo allí le pertenecía. Cuando no había música, era silenciosa. Era solitaria y así debía permanecer. Los sofás descoloridos, los adornos de porcelana, la televisión que ya no servía. Estos eran sus fieles compañeros.
El estómago de Silvia volvió a gruñir. En esta ocasión, ignorar la orden habría sido negligencia.
Abrió el refrigerador solo para encontrarse con la inminente falta de algo que la pudiera dejar satisfecha. Tomó la caja de leche. Había caducado la semana pasada, por lo que ni siquiera la abrió. Además de eso, encontró un par de huevos que no se le antojaban, una rebanada de jamón, queso, una manzana mordida y un yogurt a medio comer. Mientras abandonaba la cocina, Silvia se preguntó cómo había dejado que la comida se le acabara tan pronto. Hasta el día de ayer, todavía contaba con los alimentos suficientes para… bueno, ese día. Caminó hasta el teléfono y sin fijarse mucho, tecleó un número que se sabía mejor que el de sus padres o el de su hermana. Siendo tan devota de la comunicación a distancia, Silvia creía que los números a los que uno llama a menudo dicen mucho más que un signo zodiacal.
Esperó uno, dos timbrazos, hasta que una voz conocida la atendió al otro lado de la línea.
—Buenas tardes —saludó un joven, antes de decir el nombre del establecimiento con su característica voz aguda—. ¿Desea realizar un pedido?
—Hola. Sí, por favor. —Silvia centró su atención en la falta de viento en la habitación y en cómo esto hacía parecer que todas sus plantas se mantenían expectantes ante el desarrollo de la llamada.
—¡Silvia! Claro. Dime qué vas a querer, solo déjame… —Silvia escuchó movimiento: monedas, llaves, una lata de conservas. Era una experta en identificar objetos por su sonido distorsionado—. Ya. Listo.
Silvia recitó de memoria la lista de víveres que solía pedir. Frutas, verduras, carnes, dulces. Era sencillo. Cuando terminó, el muchacho le dijo que estarían allí en una hora más o menos. Silvia le agradeció y colgó. Se sentó en el sofá y antes de disponerse a retomar la escritura del artículo sobre el cuidado de las orquídeas, su estómago protestó. Soltó un suspiro y se incorporó. Quizá la manzana serviría de algo.
Rodolfo murió a los siete años. Era el mejor amigo de la infancia de Silvia; los describían como inseparables y, por supuesto, sus padres especulaban sobre si se enamorarían al crecer. ¿La causa de muerte? Suicidio. Calentó un cuchillo en la estufa y luego lo usó para cortar su garganta de un lado a otro. Tenía un pulso maravilloso, según el forense. María, la madre de Rodolfo, no había escuchado la especulación de uno de los paramédicos cuando otro le preguntó por qué creía que había calentado el utensilio antes de usarlo.
—Para desinfectarlo —bromeó el hombre. Al menos había tenido el tacto de decirlo en voz baja. En la escuela, siempre lo habían conocido por su falta de empatía y su gusto por lo morboso, pero no se podía negar que era diestro en su trabajo. Había salvado más vidas en sus cuatro años como paramédico que hormigas había aplastado a los diez.
A Silvia le diagnosticaron Nostalgia a los ocho, seis meses después del suicidio de Rodolfo. Según el médico, era un padecimiento con el que la niña había nacido. Cuando su madre preguntó por qué a ella, a su padre y a su hermana menor no les había causado el menor efecto, el médico le explicó que lo hacía, pero que funcionaba como un veneno. En pocas cantidades, el cuerpo terminaba acostumbrándose y, a veces, hasta era capaz de volverse inmune. La Nostalgia de Silvia había crecido gradualmente, y continuaría desarrollándose hasta, quizá, los quince o dieciséis años, momento a partir del cual todas las personas a su alrededor se verían influenciadas, de un modo u otro, por el padecimiento. Las explicaciones más técnicas se disolvieron de la mente de la madre de Silvia y, para el final de la consulta y las pruebas, solo recordaría: 1) que era un caso extraño, pero no imposible, 2) que la muerte de Rodolfo había sido culpa de Silvia y 3) que la niña tendría que aprender a cuidarse sola desde muy temprana edad.
Silvia no se enteró de la Nostalgia hasta los catorce años, cuando su hermana intentó saltar del techo de su casa. No está de más decir que en cuanto Silvia se mudó, sus padres sintieron una gran culpa, pues fue como si una nube de tormenta que siempre había estado sobre ellos, pero que nunca habían notado, se disipara en la inmensidad del cielo. Amaban a su hija, no obstante, también se amaban a ellos mismos.
La puerta sonó una, dos, tres veces. Silvia continuó escribiendo, ahora acompañada por Bach. Cuánto le gustaba Bach desde que su padre le había regalado… La puerta volvió a sonar. Silvia suspiró y miró el reloj. Tenían que ser los de la tienda. Pero ellos conocían el procedimiento. No se atreverían a… Otra vez. Tres golpes. Más fuertes en esta ocasión. Silvia cerró la laptop y se incorporó. Fue hasta la puerta, miró a través de aquella cosa que distorsionaba a las personas al otro lado, de la que no conocía el nombre, y torció la boca en una mueca que desentonaba con su rostro. En efecto, frente a su puerta se encontraba una chica con el uniforme de la tienda y detrás de ella, en la calle, estaba estacionada su motoneta.
—Solo deja las cosas —pidió Silvia, aunque era obvio que la chica no traía consigo su encargo—. El dinero está en la maceta del cactus.
—Disculpa, necesito tu ayuda.
—¿Perdón?
—Necesito tu ayuda. Se me ponchó una llanta y mi celular no tiene batería. ¿Podría entrar a cargar mi teléfono un instante, por favor? ¿O podrías prestarme el tuyo? Para llamar a mis compañeros y que vengan a recogerme.
Silvia sintió que su corazón se aceleraba en el pecho.
—No —fue su respuesta—. Lo siento. No tengo celular.
—¿Entonces puedo cargar el mío? ¿O tienes teléfono fijo? En serio, por favor. La tienda está muy lejos. No quiero volver caminando. Se enojarán si dejo la moto aquí.
Silvia miró su reloj de pulsera y se mordió el labio. Siempre y cuando la chica no tardara demasiado…
—¿Cuánto tiempo?
—No más de diez minutos.
—No más de diez minutos —repitió Silvia.
Retiró la cadena de la puerta y giró la perilla, que emitió un chasquido cuando saltó el seguro. Al abrir, el aroma a melón que desprendía la trabajadora de la tienda fue lo primero que la saludó. El perfume le agradó y como le agradó, necesitaba acabar con la situación lo más pronto posible.
—Hola —fue lo único que a Silvia se le ocurrió decir.
—Muchas gracias.
—¿Y las cosas?
—¿Eh?
—Las cosas que pedí.
—¡Ah! Sí, sí. Están en la moto —la chica señaló hacia atrás—. Iré por…
—No. Ya voy yo —dijo Silvia—. Mientras más rápido, mejor. Pasa. El teléfono está en la sala. Entras y a la izquierda.
—Gracias. Prometo que no tomará mucho tiempo.
Silvia terminó de abrir la puerta y dejó que la chica entrara. Era bajita y delgada, de piel morena y cabello castaño claro, rizado. La gorra le quedaba un poco apretada. Parecía agradable y por lo que Silvia deducía, era nueva en aquel trabajo, ya que jamás le había hecho una entrega y todos en la tienda ya le habían hecho al menos una. Debía ser frustrante para la nueva encontrarse en esa situación.
Silvia salió y fue hasta la motoneta. Sus bolsas estaban acomodadas en una canasta en la parte trasera. Examinó las llantas y, en efecto, la delantera estaba ponchada. La miró más de cerca y se percató de que el problema era que un clavo se había incrustado en el caucho. Mala suerte. Tomó sus bolsas de la canasta y se detuvo, mirando lo que había debajo de su compra: clavos. Cinco. Largos, oscuros y sospechosos. Silvia era despistada, pero no estúpida. Dejó las bolsas en el suelo y corrió hacia la casa. Bach se escapaba por la puerta entreabierta.