Siento que me sigue. Al menos, siento que algo me sigue. Detrás de mí, arrastro ambas maletas, con las llantas creando un ruido sordo al contacto con la alfombra del pasillo. No se escucha nada más. Pienso en el Dolphin Hotel de Baila, baila, baila y espero que, de un momento a otro, las luces del piso se apaguen, que una negrura tremenda me consuma y eso me obligue a enfrentar otra realidad.
Nada similar sucede.
Llego a la habitación. Abro, y luego de introducir la tarjeta en la ranura de un dispositivo electrónico encajado en la pared, enciendo las luces. Dejo ambas maletas en la entrada y avanzo hasta la ventana; había querido hacer eso desde que aterrizamos. Me escurro por entre las cortinas.
La vista no es presumible. Unos cuantos edificios, la parte trasera de la Direzione Regionale Delle Entrate Per La Lombardia, donde también se encuentran la Agenzia delle Entrate y la Agenzia del Territorio Ufficio Provinciale di Milano. Lo único que destaca en este estancado cuadro de urbanización es la Parrocchia S. Bartolomeo, encuadrada por las otras construcciones de un modo tan particular que parece hecho a propósito, como si los arquitectos que diseñaron el barrio se hubieran puesto de acuerdo en este mismo cuarto de hotel, llegando a la conclusión de que sería una idea maravillosa que la Parrocchia S. Bartolomeo fuera el centro de atención al asomarte durante la madrugada por esta particular ventana. Podría creerlo. Los arquitectos son así.
Cierro las cortinas y doy media vuelta. Enciendo unas luces más, tomo el control remoto y tras oprimir un botón, la pantalla de la televisión cobra vida. Están dando un noticiero local. Nada de mi interés. Cambio. Parece ser que se trata de otro noticiero local, así que vuelvo a cambiar. Lo mismo. ¿Cuántos noticieros locales se necesitan? Todos están, por supuesto, en italiano. No sé italiano. No estoy seguro de cómo sentirme con respecto a no saber italiano. Tampoco sé cómo sentirme con respecto a mi situación actual.
Entonces me rompo
porque mi mente es un hervidero de confusión.
Lo que acontece después se resume en una serie de subidas y bajadas violentas. Lloro. Me tranquilizo. Siento desinterés. Vuelvo a llorar. No sé qué hacer. No me gusta estar solo. Me preparo para bañarme. Pienso en las similitudes que unen al viejo continente con aquel del que provengo. Y también en las diferencias que los marcan hondo y sin remedio.
Mientras el avión despegaba desde el aeropuerto Charles de Gaulle, mi mente divagaba pensando en cómo todas las ciudades son iguales desde el cielo, al menos durante la noche. Luces y manchas de oscuridad. Líneas móviles. Caos.
Mientras la camioneta nos llevaba al hotel, reflexionaba en que si has visto una ciudad, las has visto todas, o así me lo pareció. Cuando entramos a Milán, solo pude pensar en más similitudes, como en el baño, mientras lleno la bañera.
Tarda una eternidad en llenarse un tercio, así que desisto y abro la regadera. Estoy bajo el agua caliente dejando que el tiempo avance, esperando que su calidez me ayude a sentirme mejor. Menos solo. Intento dilucidar qué estarán haciendo mis amigos, mi novia, a más de diez mil kilómetros de distancia y a siete horas de diferencia. Nada se me ocurre, porque todo lo que viví el lunes y los días anteriores se siente como si hubiera sucedido no solo hace muchísimo tiempo, sino en otra vida. Pero las emociones que se revuelven en mí están en el ahora y eso me carcome.