Es posible que en una entrada anterior dijera que quería hablar sobre dejar hábitos. Vamos a intentarlo…
Imagina que estás en una estación de tren. Abordas tu vagón, el vehículo se pone en movimiento y todo genial. Sin embargo, un tramo más adelante, decides saltar del tren o te avientan o… El caso es que, por una u otra razón, sales volando de tu vagón y, gracias a que esta es una situación ficticia, no te sucede nada al caer sobre la tierra, las rocas y el césped medio seco. Te dolió, sí. Pero no ha sucedido nada que el tiempo no cure.
A tu izquierda, el expreso continúa la marcha, ignorante de que te ha dejado atrás. A tu derecha, aunque algo lejos, todavía alcanzas a ver la estación. ¿Qué es más sencillo: intentar perseguir el tren que acabas de dejar, o volver al lugar del que saliste y tomar otro? La respuesta es obvia. Caminas de regreso. No te faltan tantos tornillos como para creer que puedes alcanzar una locomotora que va a tope de su capacidad.
Entonces, es más sencillo tomar un ferrocarril nuevo que intentar correr tras el que te dejó, ¿no? Algo así pasa con los hábitos: es mucho más sencillo empezar algo nuevo que intentar retomar una actividad que ya abandonaste. Y no lo digo solo yo, es psicología. Me me lo dijo un sujeto cualquiera en un video de YouTube que me encontré sobre por qué dejamos los videojuegos a medias.
La fuente no es tan relevante. El caso es que sucede.
Nuestro cerebro es un perezoso. O algo así. En realidad, es mucho más acertado decir que es «eficiente». Prefiere hacer las tareas de manera que estas gasten menos energía.
A nuestro contenedor de materia gris le gustan las cosas repetitivas, porque se vuelve bueno en ellas y ya no necesita «pensar» para llevarlas a cabo. Se genera un esfuerzo menor y podemos, por decirlo de algún modo, hacerlas en «segundo plano». Esa es toda la gracia de generar hábitos: que lo recurrente se mantenga fácil.
Sin embargo, nuestro cerebro también tiene capacidades limitadas y necesita eliminar algunos recursos para añadir nuevos procedimientos a la base de datos.
Como este es mi blog, me usaré de ejemplo. Durante la preparatoria, tenía el hábito de escribir novelas de fantasía juvenil; lo hacía casi todo el tiempo y se volvió algo sencillo. Lo podía hacer seguido, por horas. Sin embargo, llegó la universidad y las responsabilidades más grandes y otros intereses y… dejé ese «hábito» atrás. Durante muchos años, he intentado retomarlo. Por desgracia, mi cerebro es práctico. El tuyo también. Esta máquina biológica de unos cuantos kilos toma la decisión de eficientar: si escribir fantasía ya no es algo «necesario» para el día a día, archivará la habilidad en algún lugar y la reemplazará con algo que sea más útil para la etapa en la que nos encontramos. O, al menos, para lo que sí hacemos.
Desempolvar las ganas y manera de escribir de ese entonces ha resultado ser un embrollo absurdo, porque he perdido la práctica y también por diversos factores: de entrada, ciertos elementos externos. Los hábitos suelen estar ligados a entornos específicos —en mi caso, tal vez la casa en la que vivía o las personas a las que veía, el tiempo que tenía disponible o lo que consumía como lector y espectador. También tengo ciertas expectativas: antes era capaz de redactar 10,000 palabras en una sentada. Ahora, con trabajo puedo escribir estas entradas en el blog. Esas expectativas absurdas que me pongo a mí mismo —ya que espero que mi cerebro reaccione como cuando esa actividad le era tan intrínseca como existir, y le costaba mucha menos energía— me llevan a sentir decepción y fracaso, lo que genera un rechazo natural hacia lo que era el hábito. A nadie le gusta ser malo en algo que, se supone, ya era bueno.
En este sentido, el de perseguir el tren que ya se fue o tomar uno nuevo, la gratificación también entra en juego: cuando generas un hábito, escalas «de nivel» y puedes conseguir metas cada vez más complejas, que requieren más destreza en la tarea. Me vuelvo a usar como ejemplo: para los asiáticos y rusos, hay una manera de sentarse que para los occidentales nos resulta bien difícil. Es ponerse en cuclillas, pero sin levantar los talones del suelo; es decir, manteniendo toda la planta del pie firme y extendida sobre el suelo. Es doloroso para las pantorrillas si no tienes buena flexibilidad e implica saber muy bien dónde está tu centro de equilibrio.
Bueno, hace tiempo aprendí a sentarme así. Era, más que nada, una habilidad inútil, como un truco de fiesta. Con el tiempo, dejé de hacerlo y mi cerebro descartó la tarea de la Lista de Cosas Importantes a Recordar. No era, como tal, un hábito, pero funciona para ejemplificar esa «necesidad» de ahorrar espacio. ¿Qué tiene que ver esto con lo de «escalar de nivel» y «hacer tareas más complejas»? Que, si intento sentarme así de nuevo, será complicado y habrá muchas cosas que tendré que aprender otra vez. Cosas que, se supone, ya sabía. Para mi cerebro será mucho más gratificante intentar aprender una nueva manera de sentarme que no sea esa, porque, aunque me cueste, estaré fallando en algo «nuevo» y no en algo que ya podía hacer.
Este es otro punto clave en los hábitos y en ejemplo del tren: la gratificación. Somos criaturas, en muchos aspectos, muy primitivas. Nuestro centro de control prefiere placer antes que dolor, felicidad antes que frustración, por eso es mucho más afable volver a la estación a buscar un tren que correr tras el que ya nos dejó. Evitaremos enojos y cansancio y fracaso innecesarios.
Para mi cerebro es mucho más fácil que elija una tarea nueva como pintar o como jugar videojuegos antes que retomar la escritura con la constancia y disciplina que lo hacía hace años. En casi cualquier actividad, la gratificación más grande llega al principio, cuando aprendes lo básico. Serotonina y dopamina de las fáciles. La curva de aprendizaje se va haciendo más y más compleja conforme te vas internando en los complejos recovecos de cualquier actividad y, a veces, para obtener la misma gratificación que al inicio, puede pasar un período de tiempo mayor.
No soy, ni de lejos, un experto en golf. Creo que solo una vez he jugado minigolf en mi vida. Para mí, el juego consiste en pegarle a la pelota con un palo y lograr que llegue su destino. Siguiendo esta idea, el golf parece «moco de pavo». Conforme juegas, el cerebro va comprendiendo con qué fuerza golpear la pelota, en qué ángulo, hacia dónde mandarla… Es divertido y placentero ir descubriendo lo básico. Empero, en el golf de verdad hay muchas más variables que deben contar: viento, terreno, tipo de pelota o de palos… así como nos enseñó Wii Sports.
Como en casi cualquier cosa, conforme más te adentras, más capas de complejidad te encuentras y es un más arduo recibir ese choque de satisfacción. De que llega, llega, pero cuesta más.
Ahora imagina intentar llegar a ese mismo punto después de abandonar por un tiempo y de que tu cerebro decidiera llenar el hueco con otras actividades más relevantes para tu día a día. Absurdo.
Volviendo al punto de que al cerebro le fascina economizar en energía, podemos encontrarnos con la idea de que la mente tenga, en su base de datos, los recuerdos de lo complicado que fue generar el hábito inicial y prefiera evitar pasar por todo eso de nuevo, negándose a retomar las tareas.
En los años 80, James O. Prochaska y Carlo C. DiClemente propusieron seis etapas en el proceso de cambio del comportamiento:
- Precontemplación: No consideramos modificar el qué hacemos o cómo somos.
- Contemplación: Pensamos en el cambio, pero no hacemos nada al respecto.
- Preparación: Aceptamos el cambio y hacemos planes para llevarlo a cabo.
- Acción: Se lleva a cabo el plan realizado en la etapa anterior.
- Mantenimiento: Seguimos impulsando constantemente el plan de cambio, para evitar recaídas.
- Recaídas: Vuelta al comportamiento inicial. Una oportunidad para aprender.
Como cabe esperar, todas estas etapas implican un gasto energético considerable. El retomar un hábito suele ubicarse en el momento 2 o 3 y, para el cerebro, unirse de vuelta a la carrera puede ser visto como un gasto adicional de recursos, lo que genera cierta resistencia.
H. Stage y S. Fedotov ahondaron más en este tema con el concepto de la Inercia Acumulativa anómala, y, en lo personal, considero que es una de las maneras más fáciles de entender el fenómeno de abandonar hábitos y conseguir nuevos, y lo difícil que es retomar lo que ya dejamos atrás.
La repetición es clave en todo lo que hacemos, ya que nos ayuda a reforzar las conexiones neuronales asignadas a dicha tarea. Por ejemplo, usar cierto sistema operativo. Cuando tienes una computadora Windows, aprendes los botones que debes usar para los atajos, dónde está cada opción para los archivos y cómo están organizadas las carpetas. Todo genial, intuitivo. Un hábito que ayuda a que tu cerebro aprenda y haga todo de manera más rápida.
Si por alguna razón, te ves en la necesidad de cambiar a una computadora de Apple, tu mente tendrá que aprender todo un lenguaje nuevo de combinaciones, símbolos y bla, bla, bla. Con una exposición prolongada al sistema operativo de una Mac de Apple, el cerebro reforzará esas nuevas conexiones neurolanes y, como necesita espacio dentro de esa misma categoría, la decisión lógica será eliminar los procesos guardados de lo que hacías en tu computadora Windows. Nuevos patrones automáticos para no gastar tanta energía. Esto crea inercia. Aunque, por supuesto, también te costó lo suyo aprender a usar Apple, ¿no? Claro. Porque ya tenías desarrollada una manera de trabajar. Ya tenías una inercia anterior.
Cada nuevo aprendizaje repetitivo, de acuerdo a Stage y a Fedotov, genera inercia, definida en la física una propiedad que propicia el estado de reposo o movimiento en los cuerpos a menos que se le aplique una fuerza externa.
En tal caso, y volviendo al tren, cada que aprendemos algo nuevo vamos generando inercia y velocidad en las conexiones neuronales . Interrumpir el hábito es como saltar del tren: aunque al inicio de la entrada planteé esto como una acción sencilla y sin consecuencias, sabemos que abandonar un vehículo en movimiento no es cosa fácil ni algo recomendable. El aterrizaje será aparatoso y el tren, por su parte, no perderá la inercia acumulada. Seguirá a su ritmo.
Cuando tomemos un nuevo tren, el ciclo se repetirá: será más fácil subirse a él, pero doloroso abandonarlo y muy difícil alcanzarlo conforme se aleje, porque implica un gasto de energía excesivo para nuestro cuerpo y mente.
Somos reacios al cambio y eso es un elemento clave en lo propuesto por Stage y Fedetov, ya que, conforme vamos creando más y más conexiones, más resistencia generaremos a abandonar eso que ya conocemos. Siempre y cuando lo que ya conocemos o que conocimos tras abandonar lo que ya hacíamos constituya un esfuerzo más pequeño. Un menor gasto de energía.
Hacer ejercicio implica más energía que no hacerlo. Es más asequible no hacerlo.
Escribir implica más trabajo y menos gratificación inmediata que jugar videojuegos. Es más divertido y placentero jugar.
Y así, los ciclos avanzan. No es imposible alcanzar el tren, por supuesto. Pero hoy el tema no va de explicar cómo hacer eso. Solo de la fase previa. De la energía que queremos conservar.