Si quieres saber más sobre esta historia y por qué está aquí, te invito a leer la parte final de la entrada «PROYECTOS DE UN PASADO QUE SE SIENTE PRESENTE (O “¿DÓNDE QUEDÓ EL AMOR?”)».
CAPÍTULO I: SOBRE MAPAS
A René jamás le importó el asunto de su nombre. Sin embargo, tras morir, «Reneé» era lo que se podía leer en la placa de su nicho de descanso. Este hecho resultó, de alguna manera, conmovedor. Era como si René jamás hubiera muerto, y que de alguna manera milagrosa, «Reneé» hubiera tomado su lugar en el último momento.
Las ruedas del coche emitieron un ronroneo agradable en cuanto entraron en contacto con el camino de tierra. Sin embargo, ninguno de ellos lo notó, así como tampoco percibieron el susurro de las olas del mar acercándose a darles la bienvenida, ni el canto perdido de un ave matutina escondida entre los árboles y palmeras que bordeaban el sendero que recorrían, alejándose de la carretera principal.
Dentro del coche, “Ghosts” de The Heart & The Heard se mezclaba con el sonido mecánico del aire acondicionado y con la voz grave de Gustavo, quien completaba las partes que desconocía de la canción con murmullos tan agudos como era capaz de alcanzar. Su voz había cambiado en tercero de secundaria y, desde entonces, intentaba volver a aquellos días en los que podía seguir la armonía de “Oh Ana” de Mother Mother sin ningún problema. No era sencillo.
—All my friends are talkin’ about leavin’, about leavin’. But all my friends are —murmullo agudo— ¡in their graaaves!
Había dos cosas en particular que a Mica le resultaban desagradables sobre esta canción, y solo una que le impedía cambiarla. La letra le recordaba al hecho de que una de sus amigas ya se había ido y que otra lo haría muy pronto. El muchacho clavó su mirada de ojos castaños en el retrovisor. Marianne miraba por la ventana, distraída, mientras manejaba entre sus dedos de uñas con barniz blanco un mechón de su larga cabellera oscura. Junto a Marianne, Laura dormía con la sudadera cubriéndole el rostro y con las cenizas entre los brazos. De haber estado despierta, quizá Laura ya habría cambiado la canción. De haber estado de humor, hasta habría animado un poco el ambiente.
—One day we’ll all be ghosts… —murmullo—… around in someone else’s home. One day we’ll all be ghosts, ghosts, ghosts.
A mitad del camino, Mica detuvo el automóvil y descendió para abrir el portón de madera que bloqueaba el paso. Un repentino golpe de calor hizo que se sintiera sofocado. Había olvidado cuán caliente y húmedo era el clima en esa parte del país. Cuando volvió al coche y cerró la puerta, apagó el aire acondicionado y bajó las ventanillas antes de retomar la marcha. También apagó la música.
Gustavo inhaló hasta hinchar su pecho a su máxima capacidad. Dejó escapar el aire con lentitud y sonrió. Desabrochó su cinturón de seguridad y asomó la mitad de su cuerpo fuera del coche en movimiento.
—En serio extrañaba venir —declaró a la naturaleza—. ¿Qué hay mejor que el olor de las algas pudriéndose en la orilla, bajo el sol infernal?
Cuando Gustavo volvió al interior del automóvil, sacó de la guantera un par de lentes de sol y los analizó con minuciosidad, buscando algo que no encontró. Se los probó y se miró en el retrovisor.
—No me favorecen —le aclaró a Mica, entregándole los lentes en lugar de dejarlos donde los había encontrado; solo por un instante, Mica sintió que Gustavo intentaba decirle «Mantén esto fuera de mi coche»—. Están hechos para tu rostro redondo.
—Gracias.
Mica se los puso en el momento en que el camino se ampliaba y la vegetación a su alrededor se abría, dando paso a sus recuerdos. La casa se había deteriorado con el tiempo. La pintura se caía aquí y allá, mientras que en algunas zonas ya ni siquiera parecía blanca. Tanto las ventanas de la planta baja como las de la planta alta parecían estar en buen estado, solo cubiertos por polvo. La madera que constituía los marcos y las vigas sobresalientes, pues se trataba de una típica casa de playa rústica, había aguantado con destreza el avance de los años. Algunas plantas de alrededor se habían marchitado, mientras que otras habían crecido de manera desmedida.
Tras la casa, la playa, y en la playa, el mar que se extendía hacia el horizonte. Todavía eran cerca de las 8:00 a. m., por lo que el sol les quedaba detrás.
Al detenerse y apagar el coche, Gustavo fue el primero en bajar. Lo siguió Marianne, quien se desperezó con elegancia felina. Puesto que todavía era temprano, la chica prefería estar callada. Era tras una hora de haber despertado que la personalidad de Marianne volvía a asentarse en su cuerpo delgado de piel bronceada. Laura continuó durmiendo.
—Hora del reconocimiento —anunció Mica al descender—. Gustavo, puedes encargarte de la jardinería. Mari, tú caza la comida. Yo exploraré para asegurarme de que no haya ningún peligro.
Marianne pasó junto a Mica, en dirección hacia la playa, y lo empujó con el hombro. Gustavo fue tras ella, quitándose los zapatos mientras avanzaba sobre el camino de piedra que pasaba junto a la casa e iba a internarse en la arena. Mica no pudo hacer más que sonreír. Antes de seguir a sus amigos, miró hacia atrás. Laura continuaba dormida. ¿Con qué estaría soñando?
En esta ocasión, escucharon clara y fuerte la bienvenida de los alrededores. El susurro del mar era ahora un coro de alegría. Las gaviotas clamaban en un frenesí. El viento exigía su atención moviendo su ropa y agitando su cabello. Gustavo tenía razón: olía a algas en descomposición, a salitre y a calor. Al menos esa parte era justo como Mica la recordaba.
Marianne y Gustavo se sentaron el la orilla de la playa, justo donde el mar alcanzaba a acariciar sus pies descalzos. La escena era conmovedora: dos jóvenes en ropa deportiva admirando el mar calmo de la mañana.
Mica ocupó su lugar junto a Marianne. Él era el único que llevaba sandalias y bermudas. Al menos en ese sentido había sido precavido.
—¿Te gustó crecer aquí? —Estas eran las primeras palabras que Marianne pronunciaba desde que había despertado.
—No fue malo. Los mosquitos, el calor y el mar en la madrugada son algo que no pondría en mi lista de las mejores cosas de por los alrededores, pero fue un buen lugar. Al menos hasta lo de la tormenta.
A lo lejos, se podían apreciar la sucesión de costales de arena apilados que constituían los rompeolas que los habitantes de la zona habían mandado a instalar. Aquel sitio había comenzado siendo una zona de pesca y, con los años, los pescadores habían decidido asentarse allí; sus chozas se volvieron casas, y sus casas de volvieron hogares, que sus familias fueron ocupando generación tras generación. Pronto, ya había un poblado. A lo largo de la costa, las casas se alzaban separadas la una de la otra por unos quinientos metros, quizás un poco más. La mayoría habían sido abandonadas para convertirse en casas vacacionales, o los dueños habían vendido los terrenos. Mica sabía que más tarde o más temprano, la pequeña ciudad en la que había crecido se convertiría en una zona turística, llena de hoteles y restaurantes, bares y un sinfín de novedades que arrasarían con el sencillo recuerdo que preservaba, de un lugar donde, hacía diez años, los turistas iban a buscar tranquilidad, no aventura.
—¿Qué es lo que más extrañas? —Gus ya se había acostado sobre la arena y usaba sus propios lentes para el sol, unos Valentino que valían tres veces más que toda la ropa que Mica llevaba puesta ese día. Aquellos lentes le quedaban mejor a Gustavo.
—Los mariscos frescos.
—¿De verdad? —Marianne lo volteó a ver. Mica se quitó los lentes para apreciar mejor el verde de sus ojos bien abiertos.
—¿Alguna vez me han visto comer pescado, pulpo o algo así?
Marianne frunció los labios y miró hacia la arena.
—Sí. Una vez comiste un coctel de camarón que tenía guardado en el refrigerador, la madrugada que te emborrachaste porque René estaba en casa de uno de sus novios —proclamó Gustavo alto y fuerte—. Después lo vomitaste. Y me regañaste por guardar eso.
—Bueno, sí. El caso es que no me gusta comer mariscos en lugares que no están cerca del mar. Y vivimos en una ciudad muy lejos del mar. —Mica también se recostó en la arena. El cielo mostraba unas nubes como no las había en ningún otro lado: eran enormes y esponjosas, de un blanco brillante y repletas de formas—. Extraño comer mariscos frescos.
—Tienes doce días para hacerlo. Y así puedes devolverme el coctel que te comiste, que sepas que era fresco. Lo compré en un lugar donde crían sus propios camarones.
Marianne fue la última en dejarse caer sobre la arena. En tres o cuatro horas, pisarla sería solo trabajo de valientes. El sol calentaría el suelo bajo sus cuerpos y no les quedaría más remedio que usar algo en los pies.
Mientras eso sucedía los tres amigos cerraron los ojos y, al poco rato, se quedaron dormidos.
Cuando Mica separó sus párpados, el sol todavía no estaba sobre ellos. Calculó que debía haber dormido una hora, quizá cuarenta minutos. Al incorporarse, lo único que pudo hacer fue mirar hacia el frente. Hasta pasados unos segundos, se dio cuenta de en dónde estaba, con quiénes estaba y quién hacía falta. Gustavo y Laura, con las maletas a su lado, jugueteaban con el agua a unos metros de él y de Marianne, quien continuaba durmiendo. Mica tomó a la chica por el hombro y la sacudió con delicadeza. Al no obtener respuesta, la movió un poco más fuerte. Marianne emitió un quejido desde lo más profundo de su garganta.
—¿Qué? ¿Qué quieres? —se quejó la chica al abrir los ojos.
—Laura ya despertó. Vamos a la casa.
Marianne se incorporó y estiró los brazos altos hacia el cielo. Se quedó mirando a Mica. Sus ojos eran del color del agua del color de la arena húmeda. Quiso acomodarle los cabellos despeinados del fleco, solo un poco. En lugar de eso, se levantó, sacudió la arena de su ropa y caminó hacia Laura, Gustavo y René.
—¿Dormiste bien?
—Desperté con un dolor de cuello muy jodido —respondió Laura, tocándose la parte trasera de la cabeza—. Además de eso, era lo que necesitaba. ¿Ustedes están bien? Lamento haberme dormido todo el camino —Laura tenía los ojos irritados.
—No pasa nada.
Mica le ofreció la mano para ayudarla a ponerse de pie. La joven lo rechazó, tomó la urna con las cenizas de René y se incorporó sin ningún problema. Gustavo ya iba camino a la casa, cargando algunas maletas. Mica tomó las que faltaban.
—¡Por derecho, el cuarto grande es mío! —vociferó Gustavo mientras corría.
Mica caminaba junto a Laura y solo se quedó mirando la urna el tiempo suficiente como para llamar la atención de su amiga y que esta le respondiera con una sonrisa forzada. «Claro que sí», pensó Mica. De su bolsillo sacó su llavero y cuando llegaron a la puerta de atrás, corrediza y de cristal, la abrió para dejar entrar a sus amigos.
—Bienvenue chers amis —dijo alto y fuerte, con una deplorable pronunciación del francés. Quizá lo había hecho a propósito. Quizá quería que Laura le corrigiera. Ella no hizo nada, además de seguir a los demás hacia adentro.
Los recibió el aroma de la humedad encerrada por un año y el polvo acumulado. La última vez que alguien había visitado la casa, había sido hacía poco más de trece meses, cuando el hermano mayor de Mica había pasado allí una semana con su novio, durante las pocas vacaciones que le permitía tener su trabajo.
La puerta de atrás daba acceso a la cocina. Para asombro de Mica, su hermano no había dejado platos sucios en el fregadero, ni el refrigerador lleno de comida que hubiera podido descomponerse en todos esos meses, aunque también cabía la posibilidad de que el hombre encargado de cuidar la casa hubiera hecho la limpieza.
La cocina la constituían una alacena en la pared, una estufa y varias repisas, además de una barra con cuatro bancas que funcionaba a modo de desayunador. Las paredes recubiertas con azulejos blancos con patrones de flores de azahar jamás habían sido del agrado de Mica, aunque ahora al menos les encontraba sentido con el resto del diseño de su antiguo hogar.
Sobre el desayunador descansaba una botella de cristal sin etiqueta, pero con tapa. Dentro tenía un líquido transparente que, Mica supuso, debía ser vodka. En cuanto los ojos de Gustavo se encontraron con la bebida, caminó hacia ella dando pasos firmes, equiparables a los de un destacamento militar.
—Yo tomaré este disparo por el equipo —declaró. Antes de que alguien pudiera detenerlo, ya se había llevado la botella a los labios y había dado un buen trago.
Marianne, Laura y Mica se quedaron en silencio, con sus miradas clavadas en Gus. El chico se agitó un poco en su lugar y dio un trago más.
—Ron —anunció Gustavo, paladeando con exageración—. Y es del bueno. —Dio un trago más y fue directo a la puerta de madera que separaba la cocina del resto de la casa. La botella se fue con él. Mica dejó escapar un suspiro.
—No podemos dejar que haga eso todo el tiempo —dijo Laura con una cadencia de voz baja, que la hacía sonar como si estuviera recitando el mismo cántico por centésima ocasión.
Laura y Marianne intercambiaron una mirada cómplice antes de abandonar la cocina. Tras asegurarse de que no hubiera nada en las alacenas, ni comida, roedores o insectos, Mica cerró la puerta de cristal y las siguió. Las maletas fue lo único que dejaron tras de sí.
La separación entre el comedor y la sala era inexistente, excepto por un ligero desnivel que hacía que los sofás y la mesa de centro quedaran diez centímetros más abajo que el resto de los muebles. Mica miró a su alrededor, una habitación mucho más larga que la cocina. A su izquierda, estaba la mesa de herrería y las sillas en las que su familia solía comer; los cuadros que su madre había pintado y que había elegido dejar en la casa para que cuidaran de ella seguían colgados en la pared; un librero vacío, repisas que solo acumulabn polvo y un florero sin flores hacían gala de su abandono. A su derecha, los sofás con forro azul y patrones de flores anaranjadas, hojas verdes y raíces cafés. Su hermano se había tomado la molestia de volverles a colocar el plástico, para que sufrieran el menor daño posible. Una mesita vacía, más repisas y una silla discordante, de plástico blanco, era todo lo que quedaba allí, junto a las escaleras que daban a la siguiente planta. Mica sabía que los dormitorios no serían muy diferentes. Al irse, habían dejado lo necesario para que la casa fuera habitable, no cómoda.
Gustavo tomó el plástico de un sofá y lo retiró con teatralidad, haciendo que una nube de polvo flotara por toda la planta baja. Marianne estornudó una, dos, tres veces, y seguiría así por al menos una hora.
—¡Lo siento! —Gus fue hasta Marianne y la alejó, hacia el comedor—. En mi defensa, había olvidado la alergia.
—No pasa… —estornudo—… nada —estornudo—. Solo me voy a… —estornudo. Ni siquiera se molestó en terminar la oración. Fue hacia la cocina. Todos la escucharon deslizar la puerta de atrás al salir.
—¿Podrían revisar los cuartos de arriba? —Mica fue hacia la cocina—. Sacaré a Mari de aquí un rato. Iremos a comprar comida. ¿Pueden abrir las ventanas? —Había dos en la sala y dos más en el comedor—. Para ver si así se va un poco de polvo.
—Cuenta con ello. —Gustavo se dejó caer en el sofá sin plástico. Laura fue hasta él y lo levantó.
—Sí. Nos encargamos.
Mica salió de la casa y se encontró a Marianne sentada en una vieja banca de madera en la que un Mica mucho más joven se había sentado cuando dio su primer beso. Había sido durante la tarde de su décimo cumpleaños. Con la espalda apoyada en la pared de la casa, Mari movía la nariz y intentaba contener un estornudo, mientras observaba con atención el vaivén de las olas.
—¿Me acompañas a la fabulosa aventura llamada comprar comida?
—Cualquier cosa para estar lejos del polvo. —Marianne se levantó y siguió a Mica por el camino de piedra.
Al menos la carretera había cambiado poco desde la última vez que Mica había estado en los alrededores. Sabía qué salidas tomar, dónde detenerse y, aunque algunos baches habían aparecido y otros desaparecido, sabía que el asfalto era algo en lo que podía depositar su confianza. Aunque el límite de velocidad eran cien kilómetros por hora, Mica iba tan solo a setenta.
Tardaron poco más de quince minutos en llegar al corazón de lo que Mica consideraba una comunidad demasiado grande y bien abastecida como para ser un pueblo, pero todavía demasiado pequeña para poder llamarse a sí misma ciudad. Hostales y hoteles, bares, un cine, una librería y tiendas de recuerdos los acompañaron durante el trayecto hasta lo más parecido a un supermercado que podrían encontrar. Todas las construcciones del centro mantenían un estilo uniforme, una apuesta del gobierno local para hacer sentir a los turistas en un espacio rústico, con aire acondicionado en cada local y una cafetería de una gran cadena internacional en cada esquina.
—Debimos haberle hecho caso a las insistencias de René —comentó Marianne al bajarse del automóvil—. Este lugar es muy bonito.
—Ya estamos aquí. —Mica sacó su celular y miró la lista que había hecho, con lo que necesitarían al menos durante los primeros días—. ¿Hay algo que quieras agregar? —Le pasó el teléfono a Marianne.
Mica esperaba y a la vez temía encontrarse con una cara conocida en los alrededores. Frente a ellos había otros locales. Un hostal, un minisuper con un cajero, una óptica y un club nocturno que apenas cerraba sus puertas. Como en cualquier ciudad pequeña, pocas personas se veían recorriendo la calle a esa hora.
Marianne le devolvió el celular a Mica, luego de haber agregado un par de elementos a la lista. Nada que fuera necesario. El muchacho inhaló con fuerza y dejó escapar el aire con lentitud.
—¿Qué tienes?
—Sueño y algo de hambre.
Al entrar en la tienda, Mica sintió el cambio de temperatura como un golpe imprevisto. Se reprendió por no haberle preguntado a Marianne si quería cambiarse de ropa antes de salir. Una parte de él esperaba que aquello no fuera un problema.
—El calor allá afuera es insoportable.
Anotación: Hasta aquí llega el texto original.
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