Si quieres saber más sobre esta historia y por qué está aquí, te invito a leer la parte final de la entrada «PROYECTOS DE UN PASADO QUE SE SIENTE PRESENTE (O “¿DÓNDE QUEDÓ EL AMOR?”)».
Anotación adicional: Aunque el texto es antiguo y lo conservé como lo escribí hace años, los títulos son un añadido actual para darle más estructura.
CAPÍTULO I: SOBRE MAPAS MARCADOS EN LA PIEL (O TAMBIÉN: RECUERDOS QUE NO COMPARTIMOS)
«De todos modos ya está muerta.»
Sostenía el recipiente plateado con fuerza, como si deseara comprimirlo o como si quisiera atravesar el frío aluminio con sus manos, para tocar el contenido y sentir su textura en las yemas de los dedos, como si también pudiera sentirla a ella; su piel blanca y suave, cálida en las noches más frías de invierno, cuando ambos se acurrucaban en su rincón de la ventana, para admirar las estrellas y respirar el mismo aire que, les gustaba pensar, habían respirado otros antes que ellos, mientras reían y se hacían cosquillas, con la luna como testigo; aquella piel cubierta de pecas y lunares que formaban mapas, mapas que él disfrutaba con la mirada, que alababa con caricias y que circundaba con besos que a ella se le antojaban como suaves caricias de pececillos, como de los tres japoneses que nadaban ignorantes en la pecera que tenían sobre el escritorio, junto a los libros y las fotografías. Casi podía sentir su cabello, alucinante para sus ojos, del color de las hojas durante el otoño, y con el aroma de las flores de la primavera; que a veces desprendía el perfume de los girasoles, otras más el de las gardenias y en ocasiones especiales el del jazmín. Sus irises, pensaba mientras rehuía de su tarea, era dos hermosas esmeraldas, manchadas con gotas de oro líquido y rodeadas por un halo de luz plateada de luna llena. Y su sonrisa. Cuánto iba a extrañar esa sonrisa, tan perfecta, tan hecha para ser besada; cada que ella sonreía, los labios de él cosquilleaban, rogando por probar esos hoyuelos que se formaban en las mejillas de la joven pelirroja, clamando por una caricia de ese perfecto arco de cupido, esculpido por las manos de orfebres tan capaces que habrían podido esculpir los rostros de los dioses olvidados, de los presentes y de los que llegarían. Sus clavículas marcadas, sus hombros sonrosados, su barbilla y sus cejas; su nariz respingada, su cuello elegante, sus senos redondos, su vientre pálido. Le faltaría su risa al despertar, al igual que su llanto; cada madrugada, extrañaría sus raras costumbres, como levantarse y dar una vuelta antes de volver a acostarse, o salir a la alberca y meter un pie en ella si había tenido un buen sueño. «Una entre mil millones», le decían. Por supuesto que lo era, y ahora no quedaba ninguna. Su recuerdo pronto se perdería en el tiempo. Moriría una segunda vez en cuanto todos los que la conocían dejasen de recordarla; primero sus hábitos, luego las memorias borradas.
El canto acompasado de las olas rompiendo en la arena blanca hacía que se sintiera ansioso. Era como si ellas quisieran darle un mensaje que no entendía porque se lo comunicaban en un lenguaje antiguo o nuevo, como el que la joven pelirroja había inventado. ¿Qué querrían decirle? Y luego volaban las gaviotas, creando un contrapunto con sus graznidos. Las estrellas estaban hermosas, tachonando la inmensidad oscura que se cernía sobre su cabeza.
Le habría gustado no saber cuánto tiempo llevaba allí de pie, con las sandalias húmedas, el jarrón entre las manos y el cabello moviéndosele con el viento que olía a salitre. Pero lo sabía, con tanta exactitud que resultaba frustrante. Una hora, quince minutos y unos cuantos segundos. Sentía las piernas engarrotadas a causa del frío, tenía el vello de los brazos erizado y la punta de la nariz tan helada como los hielos del vaso de cristal que había dejado a su lado, sobre los granillos de arena. Lo miró, sorprendido por haberse olvidado de él durante tanto tiempo. Gotas incontables resbalaban por la superficie transparente. Era como si su sidra estuviese llorando, lo que resultó siendo un pensamiento chocante.
A lo lejos, fuegos artificiales irrumpieron en la calma del cielo. Eran ruidosos, eran coloridos, eran bellos. Rojo, azul, blanco, verde y amarillo centelleaban en la lejanía, reflejándose en el agua negra que continuaba susurrando en una lengua desconocida.
Los astros eran dibujos. Sus pecas y lunares eran mapas. Sus pensamientos eran mares. Su sonrisa un sol, sus lágrimas cientos de lunas. Toda ella resultaba un universo incomprensible, salvaje como debe ser lo natural. Cada que hablaba, sus palabras contenían la seguridad de quien reconoce no saberlo todo, pero que desea averiguarlo; cada que cantaba, en su voz estaban las notas altas que sólo ella y unos pocos más en el mundo eran capaces de alcanzar, contenidas en melodías que habrían acallado feroces debates, adormecido a las más terribles bestias y terminado guerras que parecían no tener fin.
El sentido común le decía que tenía que hacerlo ya. Que era hora. Si continuaba aferrando el recipiente, jamás sería capaz de dejarla ir. Ni a ella ni a sus recuerdos. Tenía que permitirle partir en paz, como cualquiera lo habría merecido. Ya había derramado demasiadas lágrimas, ya había maldecido suficientes nombres. Y aunque no se sintiera satisfecho con aquello, se repetía que estaba listo. Año nuevo, como ella habría querido. Y durante una fiesta, como había repetido en incontables ocasiones, como mandaba en las notas. «Si muero ―decía―, no quiero un funeral. No deseo un estúpido, estúpido funeral. ¡Una fiesta, eso es lo que se debe hacer! Por mí y por todos.»
Miró hacia atrás, sin dejar su pequeño círculo de arena. Ahora le llegaban las risas, la música y demás sonidos inciertos. Tenía que volver pronto o alguien iría a buscarlo, y entonces se enterarían de lo que intentaba hacer. Además de él, sólo otras tres personas tenían idea de por qué la fiesta, por qué en la playa, por qué ese día y a esa hora. No era para festejar el inicio de un nuevo ciclo, sino para cerrar, como se lo merecía, la vida de una persona amada.
«Ya, imbécil. Hazlo.»
Volvió a mirar hacia el mar, hacia la oscuridad y la incertidumbre que se lanzó sobre él como si de una presa indefensa se tratase. El viento sopló con fuerza. Se estremeció. En la siguiente ráfaga lo haría, estaba seguro, así las cenizas se esparcirían y viajarían como las aves que a ella tanto le gustaban. ¿Eran flamencos o cisnes? Debía recordarlo. ¿Rosa o blanco?
Mientras esperaba, reconoció que se trataba de una escena melancólica, de las que tanto detestaba y de las que se habría quejado si hubiera estado con ella, mirando cualquiera de las películas que, en secreto, la joven pelirroja disfrutaba, a pesar de que insistiera en que las veía para saber qué no hacer en una relación. «Mira a ese tonto ―habría dicho―. ¡Qué lo haga ya! No sé qué espera. Se ha ido y no podrá regresarla a la vida. Al menos puede honrar su último deseo, lanzar el polvo al aire y dejar que la película termine como todos sabemos que terminará. Vaya historia. Es demasiado cliché.» Sonrió ante la posibilidad. Ahora se sentía parte de una novela romántica que comienza por el final. De haber sido esto, estaba seguro de que estaría de pie durante la narración de la última página, o de la primera, a partir de la cual el autor comenzaría a escribir la historia de cómo la había conocido a ella, de cómo se había enamorado y de cómo jamás fueron pareja. Una historia de (no) amor la habría titulado él, a pesar de ser lo suficientemente literal como para asustar a cualquier varón que leyera el nombre del libro. «Poco importa», se dijo lacónico tras un suspiro.
La siguiente ráfaga de aire llegó y se fue sin que él pudiera destapar el jarrón. Intentó maldecir, pero las palabras no acudieron ni a su mente ni a su boca. ¿Cuál era el objetivo de aquello? Maldecir serviría de nada, como seguir allí de pie sin atreverse.
Cuando la otra mano, fría, se posó sobre la de él, dio un respingo. Miró los pálidos y largos dedos con uñas pintadas con barniz negro; se reprendió en voz baja por no haberse dado prisa y giró. Ante él estaba Mari, con su cabello rubio cobrizo recortado para enmarcar su adorable rostro de duendecillo; con sus labios hechos una fina línea, sus ojos ámbar, siempre centelleantes, apagados, y los pies muy juntos, removiendo la arena. Ella no lo miró a los ojos cuando dijo:
―Se me ocurrió que necesitabas ayuda. ―El aliento le olía a alcohol y se condensaba ante ella con la forma de un vaho blanco. «¿Qué tanto bebiste?»
―No. Ya me doy prisa.
Mari se llevó ambas manos a los brazos desnudos y se los frotó con brío mientras emitía un gruñido.
―Anda, Mica. Hace demasiado frío aquí afuera, te resfriarás.
«O hace mucho calor allá adentro», quiso decirle Mica, pero en cambio volvió a girar sobre sí y caminó un par de pasos para alejarse de su nueva acompañante, de aquella entrometida que se hacía llamar su amiga. Con ella allí, ya no podría hacer lo que había planeado. Aunque tal vez fuera lo mejor.
Destapó el jarrón, metió la mano en él y permitió que la tensión abandonara sus hombros mientras esparcía la ceniza sobre la arena, en el agua y a la vez que la lanzaba hacia arriba, para dejarla remontar el viento.
Las olas continuaban cantando. El aroma del mar seguía penetrando en su nariz. Y Mari lo observaba con atención. Tomó el último puñado de polvo y lo echó hacia arriba, con gran fuerza. «Polvo eres», pensó, mientras un nuevo mapa se formaba en el aire.
•
Abrió la puerta sin muchas ganas, dejando que los demás entrasen primero. Admiró la soledad imponente que los recibía en aquella casa rústica que permanecía inmóvil en medio de la nada, escondida del resto del mundo. Mica llevaba consigo varias maletas, grandes y pequeñas, y bajo su brazo estaba el jarrón donde permanecían las impacientes cenizas de René.
Mari y Perla admiraban los muebles de madera y sus grabados, los cuadros con escenas del mar y cada objeto que se encontraban, nuevos para ellas dos. Gus permaneció a su lado, celular en mano, también cargado con incontables maletas.
―Nuestra por doce días, ¿no? ―preguntó.
Mica se limitó a asentir, para luego entrar a la casa que alguna vez ocupara cuando niño y que ahora él, sus padres o sus hermanos usaban para vacacionar. Esa construcción de dos plantas estaba tan llena de recuerdos agradables y desagradables, que se estremeció en cuanto la primera capa de polvo fue levantada, cortesía de Perla, que se sentaba en uno de los sofás azules con flores de colores. Mica dejó escapar un suspiro exasperado, cargado con todo aquello que no quería ni podría decir. Anduvo hasta la sala y frente a la chimenea de piedra oscura dejó caer su cargamento, exhausto; lo único que colocó con cuidado, sobre el rellano del hogar, fue la urna plateada.
Se lanzó junto a Perla.
―¿Crees que los otros encuentren en lugar? ―preguntó Gus desde algún punto de la casa.
«Si no, no es mi problema», pensó Mica. Sin embargo, respondió:
―Pueden llamarnos si se pierden.
Un par de llaves aparecieron frente a sus ojos, sostenidas por dedos de uñas pintadas, que después se precipitaron hasta su entrepierna. El dolor lo hizo soltar un bufido y doblarse por la mitad, mientras Perla componía una de sus sinfónicas risas y Mari saltaba el sofá con el rostro rojo de vergüenza; lucía adorable. Tomó a Mica por los hombros y musitó varias palabras que el joven no alcanzó a comprender, pero que, quiso creer, eran disculpas.
Una vez recuperado, Mica, dejándose esbozar una leve sonrisa, una sombra de lo que podría haber sido, tomó las llaves y se las lanzó a Mari, sin la fuerza necesaria para lastimarla.
―¿Qué quieres? ―preguntó él. Sentía su rostro caliente.
―Vamos al supermercado. Hay que comprar comida y demás para esta noche. ―Mari se mordió el labio inferior―. Ya sabes.
Mica no pudo hacer más que asentir e incorporarse. Mari intentó ayudarlo, pero él se negó con un movimiento del brazo. Ambos fueron hasta la puerta y tras avisar que irían a comprar, salieron. Subieron al automóvil de Gus, un viejo Ford Mustang del ’65, azul con un par de líneas negras que lo atravesaban desde la defensa, pasando por el capó y la cajuela. Mica fue quien ocupó el volante, pues era el único que tenía una idea de cómo moverse a través de las carreteras de tierra y los pequeños pueblos que los rodeaban.
El joven sentía cierta tristeza al ver cómo sus recuerdos de la infancia iban siendo reemplazados con grandes hoteles a la orilla del mar, residencias lujosas, tiendas y otros tantos atractivos turísticos. Se decía que la urbanización del área terminaría con la paz y belleza del lugar, no obstante, nada era capaz de hacer ante las grandes empresas. Excepto lamentarse, claro.
Tardaron cuarenta minutos, acompañados por The Temper Trap, en llegar al supermercado más cercano, que en realidad era poca cosa. Una tienda con lo necesario para armar una fiesta, eso sí. No faltaba el alcohol y las botanas, y los refrescos y utensilios desechables. Y pescado fresco. En los alrededores jamás escasearía el pescado recién sacado del océano. Mari iba haciendo una lista mental de lo que necesitarían mientras Mica manejaba el carrito y metía en él lo que la joven le decía; «Dos de esto, tres de aquello. ¡No! De aquello, de aquello. Ajá. Eso. Una de esas también.» Sin darse cuenta, Mica se estaba divirtiendo. Salir al supermercado con Mari siempre lo hacía sentirse mejor; ella era tan imprecisa en sus órdenes, tan fácil de exasperar y tan mandona que parecía miembro de las fuerzas armadas. El apodo que él le había regalado era «General», aunque nunca se lo decía en la cara. Incluso Gus y Perla lo habían adoptado, y así se referían a Mari cuando la joven estaba fuera de vista. «¿Y la General?» «General ya se enojó. ¡Abortar misión! ¡Abortar misión!» «La General está en el cuartel. ¡Firmes!» Mica se preguntaba con constancia qué sucedería si ella descubría aquel sobrenombre. Nada, seguramente. Mari tendía a ser enojona, pero era dueña de un humor excelente, comparable con el de los bufones de corte. Sabía reír y causar carcajadas sonoras. Era algo que Mica admiraba de ella, aunque tardaría mucho tiempo para que él lo admitiera a los cuatro vientos.
Sus cavilaciones se detuvieron cuando Mari le pidió que metiera en el carrito cajas de condones. Él lo hizo, sin embargo, también preguntó:
―¿Planeas acostarte con alguien?
Mari se ruborizó de inmediato. Empezó a mirar hacia todos lados excepto a Mica. Los medicamentos, pañales y cremas merecían más su atención que el joven de ojos ámbar y cabello negro ondulado.
―No. Pero es por si alguien si quiere hacerlo. Habrá muchos hombres y mujeres. ―Mari alzó un dedo y con su tono de profesora de primaria, agregó―: Me preocupo por ellos.
―A Cristi le habría gustado tenerte hace un par de meses ―musitó Mica mientras agregaba otra caja de preservativos al carrito. «Por si las dudas», se dijo. No para él, para cualquiera. Tal vez para Gustavo.
―¿Cristi? ―Mari abrió mucho los ojos―. ¡No! ¿En serio? ¿Por qué no me enteré?
―Te estás enterando ―aclaró el joven moviendo el carrito. El ambiente estaba lleno de You make my dreams de Hall & Oates, una canción que a Mica se le antojó disonante con el tema que trataban. «You make my dreams come true», sonaba en el aire.
―Sí, pero somos amigas. ¿Por qué no me lo dijo ella?
Mica se encogió de hombros y continuó avanzando, hacia el pasillo de galletas y cereales, que, según recordaba, estaba compuesto por dos estanterías no muy altas.
―Yo lo escuché por casualidad y me pidió que no lo contara. ―El chico observó a su acompañante―. Y yo sé que tú no lo contarás.
―Claro. Te lo prometo. ―Mari sonrió―. Cumpliré mi promesa así como tú.
Cuando llegaron a galletas y cereales, se encontraron con que habían agregado dos nuevas estanterías. Mica sonrió y rebuscó hasta encontrar lo que quería. Le pareció apropiado que el supermercado se expandiera; era un local familiar que poco a poco iba creciendo, no una de esas grandes cadenas que recorrían el mundo de norte a sur y de este a oeste.
Estaban en la fila de la caja trece cuando Mica escuchó que lo llamaban. Mari, tras él, intentaba acomodarle el cabello en una coleta.
―¿Quién me invoca? ―preguntó, mirando alrededor como un suricato asustado. Al mover la cabeza, sintió un tirón en el cabello―. ¡Marianne!
―No seas llorón. Tú te moviste ―lo reprendió Mari.
―¡Mica! ―volvió a escuchar.
Hacia ellos venía, con la mano alzada, un joven alto, con el cabello corto pintado de gris y morado. Usaba una camiseta sin mangas que dejaba a la vista los torneados músculos de sus brazos bronceados; sus bermudas permitían ver sus trabajadas piernas afeitadas y escondía sus ojos tras un par de gafas oscuras.
Mica se alegró de manera súbita. Dejó el carrito y fue corriendo hasta quien lo llamaba. Lo abrazó como si se tratase de un viejo conocido, pues eso es lo que era. Compartieron risas y golpecitos en la espalda propios de los hombres que se encuentran tras varios años. Cuando por fin se separaron, Mari se les acercó con cautela, cual animal asustado.
―¿Ella es tu novia, Mica? ―preguntó Lou, el grandote fortachón. Su voz, pensó Mica, ya no era el mismo hilo agudo que recordaba de hacía varios años. Ahora estaba ante un vozarrón profundo y grave, parecido a la voz de un gigante reverberando en una cueva de la costa. «Tengo mucho que visitar», se dijo Mica.
―¿Mari? ―El chico no pareció entender la pregunta. Luego soltó una risita baja―. No, vivimos juntos, con otros tres…
―Dos ―se apresuró a corregir la chica con cierto pesar. La palabra, en sí, tenía todo un significado para ellos; no significaba un simple número, sino todo el final de una era.
―Cierto. ―El semblante de Mica se ensombreció de pronto―. Es mi roommie.
―Qué desperdicio. Una chica tan guapa viviendo contigo. ―Lou recorrió el contorno del rostro de duendecillo de Mari con uno de sus dedos mientras sonreía con picardía. Mica notó el rubor que se apoderaba de los pómulos de su amiga e intentó contener la risa que quería escapar de su pecho―. Mica, ¿qué harás esta noche? ―preguntó su amigo de pronto, apartando su mano de Mari―. Habrá una fiesta en mi casa.
―También en la mía ―dijo Mica―. Tienes que venir, por los viejos tiempos.
―¿Como cuando te lancé desde el Pico hacia el mar? ¿A esos viejos tiempos te refieres, amigo mío? ―Louis sonrió con suficiencia.
―Ajá. ―El muchacho se ruborizó; recordaba con rabia aquella ocasión, cuando su mejor amigo de la infancia lo había empujado desde el acantilado más alto de los alrededores, directo hacia el mar. Mica había mojado su ropa interior nada más sentir el viento en su rostro mientras se precipitaba hacia el azul perpetuo―. Ahora que lo pienso mejor, debes mantenerte alejado de mí. Y de mis amigos. Y de mi casa. Y mi familia. Sacaré una orden de restricción.
Lou soltó varias carcajadas.
―Yo iré a tu fiesta y luego tú irás a la mía. ¿Misma casa?
Mica asintió.
De repente, Mari desapareció de su lado gritando improperios. Cuando el joven se dio la vuelta para seguirla con la mirada, vio que un trabajador del supermercado se estaba llevando su carrito con todos los víveres que habían estado recolectando. «¡Carajo!» Se despidió de su amigo y le prometió que se verían más tarde. Acto seguido, corrió tras el botín que un pirata le arrebataba. Volvió a sentirse como cuando era un infante, correteando por esa misma tienda a sus hermanos menores, jugando a los corsarios. Mica y Mari alcanzaron al trabajador, quien les dijo que habían logrado detener la fila por varios minutos. Ambos se disculparon y les regresaron sus futuras compras. Mica contuvo la necesidad de decir: «Argh. Gracias, maestre Trabajador Del Supermercado.» Volvieron a la fila con grandes sonrisas en sus rostros.
Al menos hasta que Mica recordó que sólo quedaban cuatro de los cinco que juntos rentaban un departamento.
•
―¿Sabían que Cristi está embarazada? ―preguntó Mari mientras colgaban de las paredes serpentinas de colores y un letrero de cartón que originalmente rezaba «¡FELIZ AÑO NUEVO!» y al que Gus le habría agregado con un plumón rojo, en letra más pequeña: «PERDEDORES.»
―¡Mari! ―exclamó Mica.
―Te dije que mantendría mi promesa como tú lo hiciste.
Gus apareció de la terraza, con los pantalones llenos de tierra, guantes de jardinería y una palita colgada del cinturón. Adornaba su rostro con una expresión de complicidad, como si hubiera estado haciendo algo que no debía hacer. Mica prefirió no hacer preguntas. Eso habría arruinado la sorpresa.
―Ya lo sabía ―dijo el recién llegado―. Me lo contó hace como dos meses. Más o menos.
―¿Por qué te lo dijo a ti? ―se quejó Mari cruzándose de brazos en lo alto de la silla en la que intentaba mantener un precario equilibrio.
―¿Por qué será? ―Gus cruzó los brazos frente a su cuerpo y sonrió con una inocencia impropia de él.
Mica, de pronto, se acordó de algo.
―Por cierto, Mari. Louis es homosexual.
―¿Quién es Louis? ―de repente, Gus estaba junto a Mica, hablándole al oído―. Quiero conocerlo ―susurró con una lujuria que era característica de él.
―Gustavo, eres el peor estereotipo de chico gay que conozco ―sentenció Perla, que había vuelto del baño―. ¿Cuál es tu problema?
―Mis padres dicen que mi problema es que me gusten los hombres. Yo creo que es mi galanura; soy demasiado para las mujeres. ―Gus infló el pecho con orgullo y se dispuso a salir de la casa, empuñando su pala.
―¿Adónde vas? ¿Qué estás haciendo allá afuera? ―Perla se acercó a Gus y lo tomó del hombro.
―Hago cosas malas, querida. Hago cosas que nadie debería hacer… ―Gustavo se acercó a su interlocutora, hasta quedar a centímetros de su rostro―. Invoco demonios gay.
El muchacho, riendo, se fue atravesando (literalmente) la puerta de cristal. Perla frunció el entrecejo y la boca y fue con Mari, para ayudarla a colgar la pancarta de «feliz año nuevo, perdedores». Mica, por su parte, tomó el jarrón que había dejado sobre la chimenea y lo llevó arriba, a su habitación, donde lo protegería hasta que fuera hora de hacer lo que tenía que hacer.
Sacó de su pantalón la carta que René había escrito en algún punto de su vida, la que detallaba cómo quería que se dispusiera de su cuerpo si moría por un accidente. «Lo sabía», se dijo Mica a la vez que sacaba el papel del sobre y lo desdoblaba. «Lo supo desde siempre. Es verdad que tenía sueños proféticos, aunque intentara decir que no. Bueno, nunca dijo que no, pero tampoco lo afirmó.»
Hola, Mica. Sé que serás tú quien tendrá esta carta entre sus manos, así que por eso te la dedico a ti.
Si estás leyendo esto, ya estoy muerta. (Si no, ¡deja mis cosas en paz, imbécil!)
¿No te parece cómico? A mí sí. Las palabras escritas son maravillosas; ya dejé de existir, pero a la vez sigo aquí. Estás leyendo esto y piensas en mi voz mientras recorres cada palabra, cada letra; cada sílaba debe saberte a mí. Entonces, no me he ido del todo. Creo que por eso elegí escribirla de mi puño y letra en lugar de imprimirla con Times New Roman o Arial. ¿Te conté que Times New Roman es mi fuente favorita? ¡Qué estoy diciendo! Aún muerta divago. Vaya, ni siquiera el final incorregible puede cambiarme, ¿eh?
De antemano quiero disculparme si esta carta termina siendo tan larga como el poema de Gilgamesh. Pienso redactar cualquier idea que recorra mi mente, porque hay mucho que confesar. Pero antes de empezar con las tonterías melancólicas que son inevitables en textos así, quiero que sepas qué deberás hacer con mi cuerpo. Muéstrales a mis padres esta primera página, así ellos sabrán que de verdad es mi deseo.
1. ¿Recuerdas esas películas de zombis que le gustan a Gus? Bueno, quiero que me cremen. Detestaría volver como una no muerta e ir por ustedes y sus cerebros. (…) Está bien, no es este el motivo, pero suena más interesante que simplemente decir que me da miedo ser un cadáver pudriéndose en la tierra fría; pensar en eso me hace estremecer. Un agujero negro, madera, kilos y kilos de polvo sobre mí. ¡No quiero eso! Prefiero el fuego. De todos modos, lo más probable es que termine en alguno de los círculos del Infierno. Incluso es posible que me encuentre a algunas personalidades. ¡Les daré tus saludos, sabiendo que me alcanzarás allá abajo, bastardo!
2. Desde niña he amado la playa. Desde que te conozco adoro las historias que me cuentas de tu infancia, en la casa en que creciste. Esparce mis cenizas en la arena, por favor. Claro, si tu familia no tiene problemas en que el fantasma de una muchacha muy mona recorra el exterior de su hogar durante el 31 de octubre, 1 y 2 de noviembre. Espero un día nos encontremos; te contaré qué tal las llamas eternas ―sabes que bromeo; si creyera en eso, bueno, no me burlaría así.
3. Dejaré adjuntas unas notas para Gus. No la abras. Dáselas a él en cuanto abras esto, para que sepa qué hacer. Será mi último regalo para ustedes y sé que Gus podrá llevarlo a cabo con éxito. Te lo encargaría a ti, no obstante, eres demasiado estúpido y un poco cobarde; Mari se los contaría antes de hacerlo y Perla recurriría a Gustavo para hacerlo. Entonces, mejor voy directo con él. No se ofendan, pandilla de tontos. Cada uno tiene un papel importante en mis planes, se los aseguro.
4. 12 días. Es lo que quiero de «luto». En el primero, que debe ser 31 de diciembre, debe haber una fiesta. Una fiesta genial, en la que yo me habría divertido hasta caer rendida en tus brazos, débiles pero agradables. ¿Entiendes? Nada de rezos tontos; todo el dinero debe irse en una reunión digna de guerreros Romanos que acaban de ganar una guerra. Los siguientes días… bueno, irán pasando. Lo que hagan no es problema mío. Pero quiero 12 días, ¿bien? Todos en la playa, todos bajo las estrellas, junto al murmullo de las olas, el aire fresco, una fogata y… ¡puf! Cuánto desearía poder estar ahí, con ustedes…
Mica dejó de leer. Luego de «ustedes», la tinta estaba corrida. Una única lágrima era lo que René había derramado al escribir esa misiva de trece páginas, con letra pegada al margen. No era tan larga como el poema de Gilgamesh, pero revelaba a la verdadera escritora que René llevaba dentro; esa carta permitía conocerla como sus tres mejores amigos no la habían conocido en los años que habían pasado juntos, coexistiendo en el mismo departamento, compartiendo historias durante las noches, tardes y días. Mica, desde que había leído esas palabras, se preguntaba qué tanto había omitido René. Siempre había sido reservada, misteriosa, y dudaba que se hubiera abierto por completo en unas cuantas cuartillas. René era un enigma; ni siquiera una serie de novelas bastaría para abarcarla como persona. Tal vez algún día, si se esforzaba lo suficiente, y aunque estuviera muerta, lograría descubrir quién era ella, por qué hacía lo que hacía y qué la impulsó a acercarse a lo que la llevó a su final.
Mica leyó el quinto punto de la carta; René lo conocía a la perfección.
5. Sé lo que piensas de mí. Sé que me ves como una novela de Sherlock Holmes; crees que soy un misterio que debes resolver. Que soy reservada e interesante, y que tengo hábitos extraños, difíciles de entender. Nunca te los expliqué porque… no tienes que darle explicaciones a nadie, recuérdalo, Mica. Si deseas descubrir por qué hacía lo que hacía, debes ver lo que yo, leer lo que yo y sentir lo que yo. Deberás vivir lo que yo he vivido, pero para eso necesitarás muchos años. Por ahora, no pienses en ello, al menos no durante los doce días que «exijo» de luto. Fuera de ellos, usa todas tus habilidades para conocerme a profundidad si es lo que deseas. Entra a mi habitación. La llave la dejo junto a Aristóteles, dentro de un sobre. En realidad, siempre ha estado allí, pero es el sobre de un recibo telefónico, entonces soy la única que pudo haberlo abierto (¿quién se va a encargar ahora de pagar las cuentas? ¡Cualquiera menos Perla!). En fin. Entra a mi habitación y date un agasajo. Pero hasta pasados los doce días. Si no lo haces así, lo sabré. ¡Y no miento! Volveré y te jalaré los pies si te atreves a entrar antes, pequeña escoria. Te estaré observando desde el mar, desde la tierra y desde el cielo. Incluso, tal vez, desde el fuego.
Mica siguió leyendo en silencio hasta el punto doce, hasta que escuchó pasos que se cercaban desde el pasillo. Rápido, guardó las hojas en el sobre y dejó la carta sobre su cama con sábanas azules. Fue Perla quien entró.
―Oye, Romeo, te buscan abajo… ―Perla posó sus ojos en la misiva―. ¿La leías otra vez?
―No… ―Mica sonrió, mas sabía que no la estaba engañando; tenía los ojos rebosantes de lágrimas―. ¿Qué decías?
―Que llegó tu ex. Alta, de cabello rubio, que pinta desnuda y canta en una banda malísima. Te rompió el corazón. ¿Cuál es su nombre?
―¿Tamara? ―inquirió Mica dejándose caer sobre el colchón. Echó la cabeza hacia atrás y parpadeó varias veces, para despejar las lágrimas de sus ojos―. No, espera. ¡Tabita!
―Ella. ―dijo la chica con desgane. Perla fue a ocupar el espacio junto a él y, sin avisar, lo atrajo hacia sí. Fue un abrazo cálido y apacible, como una noche junto a una hoguera crepitante. Perla evitaba abrazar y ser abrazada por cualquier ser viviente; cada que alguien acercaba sus brazos demasiado a ella, Perla respondía con un manotazo y una maldición―. Los cuatro sufrimos, Mica. Comparte el dolor, no lo conserves todo para ti. ―Lo soltó y se levantó―. Anda, o tu demonio personal nos matará a todos. Lo primero que hizo fue preguntar por su Micaaa.
―Creo que ya nos burlamos lo suficiente de ella hace unos años ―aclaró el muchacho al ponerse de pie―. Es estúpido cómo alarga la última letra de las palabras, pero basta.
―Sigue siendo divertido.
Mica rió sin quererlo.
―Lo sigue siendo.
•
La fiesta, al principio, parecía circular por el camino hacia el desastre. Sin embargo, conforme fue avanzando la noche, los besos se escondían tras cualquier esquina, los juegos de bebida ocupaban todas las mesas y las música se hacía oír por sobre las voces, que discutían acerca de cualquier tema. En cierto momento, mientras planeaba el momento idóneo para esparcir las cenizas de René, Mica se encontró con Gus tirado en el suelo, entre varios vasos con distintos contenidos; refresco, sugería el primero, vodka el segundo, ron el tercero, brandi el cuarto y el resto no supo reconocerlos. A Mari la vio platicando con Cristi entre un corro de varios conocidos. Sintió que el estómago se le subía a la garganta. Si su amiga mencionaba algo sobre el embarazo, Cristi sabría quién se lo había contado. Aunque… Volvió la mirada hacia un Gus dormido entre tanto alcohol. Tal vez pudiera…
«Muy bien, René ―pensó―, no puedes decir que no supe armar una fiesta en tu honor.»
―¿René, la pelirroja? Era una zorra maldita ―dijo una voz a sus espaldas―. Se tenía merecido lo que pasó. Una vez la invité a…
Mica dio media vuelta, con la sangre hirviendo. Respiraba cual toro encabritado y dirigió su puño hacia el imbécil que hablaba, quien cayó al suelo y el vaso se le derramó en la ropa. El olor a vodka inundó el aire; la sangre empezó a manar de la nariz del muchacho. Mica lo reconoció de inmediato; era un año mayor que él e iba en un curso abajo en la universidad. ¿Cuál era su nombre? ¿George? No. Ese era su amigo, que lo miraba atónito. En realidad, el nombre no importaba.
―¡Eres un idiota, Mica! ―exclamó el golpeado desde el suelo―. ¿Por qué hiciste eso?
―Por René, estúpido.
Antes de salir de esa habitación, Mica pateó a su víctima en un muslo. George no hizo por ayudarlo. Al contrario. El supuesto amigo de quien había insultado a René se reía mientras tomaba fotografías del caído. Al menos, la justicia se hizo presente. Al día siguiente, esas imágenes estarían en los celulares de todos los invitados, e incluso en los de los que no habían insistido. Esperaba que George también escribiera el motivo del puñetazo. «Que entiendan lo que le sucederá a cualquiera que insulte a René.»
Los nudillos le dolían mientras subía las escaleras. En su habitación encontró a una acaramelada parejita besándose y con pocas prendas todavía sobre el cuerpo. Mica los corrió del cuarto con un rugido fúrico; los invitados huyeron despavoridos, arrastrando la ropa que habían dejado en el suelo. La carta estaba donde la había dejado, aunque arrugada. El jarrón de metal seguía junto a la ventana, admirando el paisaje, escuchando los sonidos propios de la playa: las olas rompiendo en la orilla, el aire a través de las palmeras, las aves graznando y, bueno, también la música. En ese momento, una pista caribeña hacía gala en la planta baja de la rústica construcción.
Mica dejó escapar un suspiro y fue a abrazar el recipiente con las cenizas. Era el momento.
Cuando bajó, Mari lo estaba buscando y llevaba con ella al amigo de George, el golpeado, quien tenía junto al cachete una bebida fría. Mari tenía el ceño fruncido y un vaso en la mano.
―¿Lo golpeaste? ―preguntó la chica con voz sombría.
―¿Qué tiene que lo haya hecho? Insultó a René.
―¿Recuerdas el punto diez? ―Mari le entregó su vaso a Mica y se alejó con el chico.
Mica apretó la mandíbula.
10. ¡Nada de peleas! Y eso es para ti, Mica. ¿Entiendes? Durante los doce días, no quiero que golpees a nadie. Ni a Gus, ni a Dani (si te lo encuentras), ni a ningún otro hombre (ni mujer, aunque sé que esto nunca lo harás). Cero patadas, cero llaves, cero candados; nada de puñetazos, cabezazos ni empujones. Quiero que estés relajado. Sin importar lo que hagan. No importa si te insultan, si me insultan a mí; si ellos comienzan la riña. ¡No la sigas! Te conozco y sé que podrás cumplir con esto.
Pero, en caso de que no puedas contenerte, al menos discúlpate con aquel a quien hieras, por favor. Es lo menos que puedes hacer.
Tuvo que buscar al amigo de George y pedirle disculpas. Mari ya no estaba con él, así que no pudo asegurarse de si ella estaba enojada o no porque él hubiera incumplido uno de los puntos de la carta de René.
Al salir de la casa, todavía tenía el vaso de su amiga, con un par de hielos. Pasó por el jardín trasero, por la alberca y un montón de tierra fuera de lugar. Dejó el vaso en la arena e inhaló un par de ocasiones el viento salado que tan bien lo hacía sentir. Allí estaba, compartiendo el lugar de su infancia con René, después de tantos años en los que ambos habían hablado sobre ir a ese lugar. «¿Por qué no lo detuviste, René? Si lo soñaste, pudiste haberlo evitado.»
•
―¡¿Qué haces, estúpido?!
Era de noche y Mica había terminado de esparcir las cenizas. Sólo un poco había permanecido en las paredes internas del recipiente. El muchacho caminaba hacia el mar, para sumergir la urna y limpiarla, para que lo que quedaba de René descansara entre las olas.
Mari volteó cuando escuchó el grito, igual que Mica. Gus corría hacia ellos entre la arena. Al menos ya había despertado.
―Acabo el trabajo ―respondió Mica cuando su amigo estuvo cerca para escucharlo.
―¿Por qué no me avisaste? ¡Ni a Perla! ―Gus le arrebató la urna a Mica de las manos con lujo de violencia―. ¡No dejaste nada!
―Gus, no son galletas. Se trataba de René. No hables como si fuera comida.
―Carajo, Mica. ―El muchacho recién llegado revisó uno de los bolsillos de sus bermudas; se veía bastante recuperado, al menos para haber estado tirado en el suelo momentos antes. Gus se sacó un papel y se lo entregó a Mica. Era la nota de René. La desdobló y leyó. Maldijo en voz baja al terminar.
―Pudiste haberme dicho. ¡Pudiste haberme dicho!
―Todavía queda algo ―dijo Gustavo, un poco aliviado―. Vamos.
Los fuegos artificiales estaban alineados junto a la casa, bajo un foco que emitía luz amarillenta. Nadie se había acercado, o al menos eso parecía. Gus se había tomado la molestia de hacer agujeros, y una pequeña trinchera, y clavarlos en la tierra, apuntando algunos hacia el horizonte, otros más hacia arriba. Eran cerca de treinta y estaban destapados de las puntas, dejando a la vista la pólvora. Esa era una de las tareas que René le había encargado a Gus, se percató Mica. «Meterás parte de mis cenizas en fuegos artificiales. Espero que lo hagas bien. Dispárame después de la media noche; apunta los del centro hacia el horizonte, ¿bien? Pero deben tener menos pólvora. Esto es importante», decía la nota que Gustavo le mostró.
Gus se encargó de rellenar los fuegos artificiales con las pocas cenizas que quedaban de René. Una vez terminado el trabajo, tapó los proyectiles y se preparó para disparar. Mari apareció con Perla, quien también debía presenciar el espectáculo de su amiga estallando en el cielo oscuro. Además de Mica, Perla era la única que no olía a alcohol, porque no tomaba ni una gota, gracias a René, quien tampoco había disfrutado con la bebida. Le habían preguntado cientos de veces a qué se debía, pero siempre daba respuestas diferentes y disparatadas: «Porque prefiero el té del Sombrerero», «Porque prefiero el néctar de los dioses: ambrosía. Alguna vez se los daré a probar. Es receta familiar. Y no, no sugiero que yo sea hija de algún dios», «Porque por cada cerveza que se beben, muere un hada. Es como decir “no creo en las hadas”. Incorrecto.»
Los cuatro amigos hicieron una fila tras los fuegos artificiales. Dos tipos de música les llegaban a los oídos: la natural y la creada por el hombre. Mica prefería mil veces la natural, y sabía que René igual la habría apreciado más.
―¿Listos? ―preguntó Gustavo activando el encendedor.
Los tres restantes asintieron a la vez. Gus se apresuró a encender las mechas, una tras otra. Tenían el diámetro suficiente para darle tiempo al chico de ocupar su lugar antes de que el primero despegara hacia el cielo y explotara en una lluvia de chispas moradas. A continuación, rojo, verde, azul, dorado; otra vez verde, luego morado y blanco. El siguiente estalló formando una flor, acompañado, a continuación, por el rostro de un león rugiente. Se acercaban a los del centro cuando el amigo de George, con una botella en la mano, empezó a gritar le nombre de Mica, con una voz cargada de odio casi palpable.
El primer cohete del centro pasó rozándole. El segundo impactó con su ropa y estalló creando un hervidero de llamas coloridas; fue una suerte que no se incendiara. El chico soltó la botella y entre gritos, llegó al mar. Los siguientes fuegos artificiales siguieron su trayectoria y él tuvo que sumergirse entre las olas cada que uno nuevo se acercaba a su posición. Gustavo reía; Perla se quejaba por no tener su cámara con ella; Mari estaba con los ojos como platos y Mica tenía la boca abierta, sin poder creer lo que sucedía ante sus ojos.
«René lo sabía. ¡René lo sabía!», exclamó dentro de sí. Los siguientes doce días, acompañados por los encargos a Gus, serían más interesantes de lo que él habría pensado.
Se acabaron los fuegos artificiales del centro, los que estaban destinado a la venganza. Los que siguieron, volvieron a iluminar el cielo, formando mapas de chispas.
«De todos modos, buscó la manera de seguir con nosotros.»
CAPÍTULO II: 12 DÍAS Y CONTANDO (O TAMBIÉN: LOS CUERPOS NO PERTENECEN AL MAR)
«De todos modos, ya está muerta.»
«Bueno, Gus, mi segundo encargo es un poco más difícil que el primero: Mica solía hablarme de su…»
Hasta donde Mica recordaba, no había bebido, pero sentía que la cabeza le daba vueltas y poco podía recordar de las últimas horas. «Tan joven; tan idiota.» Tenía en la boca un sabor rancio al que tan acostumbrado están las personas; esa sensación pastosa que queda cada mañana y que no se va hasta que pasan varios minutos o hasta que te lavas los dientes. Mica decidió esperar a que desapareciera, ni siquiera pasó por su mente que pudiera deshacerse de esa agria sensación llevándose pasta y un cepillo a la boca. Luego de repasar esta percepción, un sentimiento mucho más amargo le embotó la mente y lo hizo volver al suelo, junto a la urna: René estaba muerta, la noche anterior había sido su fiesta y Mica había gritado a todos los invitados que eran unos imbéciles por no extrañarla tanto como él. Por eso estaba tan cansado, por eso la cabeza le daba vueltas, le dolía y tal vez gracias a eso casi no recordaba los últimos sucesos de la noche. Gus se le había lanzado encima luego de su comentario y sólo el punto diez de la lista de René le había impedido defenderse. «¡Nada de peleas!».
A su alrededor, los sonidos propios de la mañana costera llenaban la habitación: el graznido de las gaviotas, el silencio ensordecedor y desesperante; platos, cubiertos y sartenes en movimiento. Fue al notar estos sonidos que Mica se percató de los olores: cerveza, refresco de naranja, hot cakes y huevos revueltos. Levantarse resultó en el peor de los suplicios; en el primer intento, se apoyó con la palma abierta sobre el suelo y la muñeca le falló. El piso se precipitó hacia él y Mica lo recibió con la mejilla derecha. El segundo intento fue todavía más fútil que el anterior: se arrastró por el suelo hasta el sofá que tenía más cerca, se incorporó con lentitud apoyándose contra los patrones de flores acolchados y no había avanzado mucho cuando el mueble se movió hacia atrás y él terminó en el suelo, esta vez recibiéndolo con la mejilla izquierda.
―Eres la oruga más inútil que jamás haya conocido en mi vida ―le recriminó Perla, quien vestía una bonita y pulcra blusa blanca de tirantes adornada con lentejuelas plateadas, jeans desgastados y se había sujetado el cabello en una coleta descuidada. Perla se sentó a su lado―. El desayuno está listo.
―No tengo hambre. ―El estómago de Mica emitió un gruñido lastimero―. Está bien. Voy.
Perla se levantó y sonrió, mirándolo desde arriba. Después, la muchacha señaló el jarrón de aluminio.
―Puedes traerla. ―Perla se giró―. Si quieres.
Mica asintió.
El desayuno consistía en pan tostado (demasiado tostado), huevos revueltos o estrellados, jugo de zanahoria (aunque parecía más agua que jugo) y tocino quemado. Sin duda, Mari había ayudado a cocinar.
Cuando los cuatro se sentaron a la mesa —cinco, en realidad, pues Mica colocó la urna de René a en la silla a su lado―, Gustavo ignoró deliberadamente a Mica: no le sirvió jugo de zanahoria, no le pasó una servilleta cuando se la pidió, e incluso evitó mirarlo cuando contó la historia de cómo lo había dejado inconsciente y abatido tras su acto de la noche anterior.
―Lloriqueaba y me pedía que lo dejara en paz ―explicó Gus con satisfacción insana reflejándose en su sonrisa de dientes aperlados―. Se justificaba diciendo que no podía golpearme por obra de René. ¿Pueden creerlo? Ojalá no estuviera tirado en la sala, así tal vez podría disculparse por la estupidez tan grande que dijo.
―Vale, lo capto ―refunfuñó Mica tras una sonrisa forzada―. Lo siento, Gustavo.
Gus tenía ensartado un trozo de huevo en el tenedor, y de todos modos lo usó para señalar intermitentemente a Perla y a Mari. Mica asintió.
―Me disculpo con todos. ―Soltó un suspiro desde lo más profundo de su pecho, uno de verdadero arrepentimiento―. Estaba triste, es todo.
―Todo el tiempo estás triste ―apuntó Marianne.
―Es suficiente para mí. ―Gus dejó su tenedor y se levantó, giró hacia Mica y abrió mucho los ojos, al igual que los brazos―. ¡Mica, ya despertaste! Amigo, no noté en qué momento llegaste. Creí que dormirías toda la noche mañana gracias a la golpiza que te di ayer. ―Abrazó al aludido con un fuerte apretón que le recordó a su cuerpo lo lastimado que se encontraba y, al soltarlo y volver a ocupar su asiento, dijo―: No volvamos a pelear así. Me duele más a mí que a ti.
―Seguro. ―Mica mordió su pan tostado con mermelada.
―Sin embargo, Gustavo hizo bien ―admitió Perla, que en ese instante jugaba con los huevos revueltos de su plato. Ella solía hacer eso, recordó Mica. Hacer verdaderas obras de arte con la comida. La muchacha tomó la cátsup antes de continuar hablando―. Crees que eres el que más extraña a René, pero no es así. ―Perla destapó la salsa de tomate y comenzó a verterla sobre su plato; al terminar, tomó la mayonesa y miró fijamente a Mica―. Crees que eres quien más la quería, quien más estuvo con ella, quien más la conoció. Pero dime, Mica, ¿quién era su amiga desde el preescolar? ¿Quién estuvo con ella día y noche cuando su hermana falleció?―La chica señaló a Gus con una cabezada―. ¿Quién hizo todas sus tareas cuando enfermó y no asistió a la escuela por semanas? ―«Mari», se respondió Mica mentalmente. Perla tomó un cuchillo y sacó mayonesa del envase; la colocó junto a un ojo de huevos revueltos que había construido―. Hay distintas maneras de extrañar; no más, no menos. Nadie la extrañará como tú, pero eso tampoco significa que seas quien más sufre.
―Entonces, ¿por qué no lloraste? Ni una sola lágrima. Ni cuando recibimos la noticia, ni cuando la cremamos, ni siquiera ayer en la noche. ¿Eso también significa que sufres? ―Mica sentía el rostro caliente y se había incorporado sin siquiera darse cuenta, guiado por el instinto más primitivo del ser humano, que también resulta ser el más peligroso―. Si de verdad lamentaras su muerte…
La bofetada desprendió de Mica cualquier duda de que Perla no estuviera dolida por la muerte de su amiga más antigua y allegada. El sabor de la sangre bailó sobre todas sus papilas gustativas, le arrancó cualquier otro gusto de la boca e hizo que el rostro le ardiera. Él y Perla abandonaron el comedor a la vez, cada uno por su lado. La muchacha subió las escaleras con pasos resonantes, pesados como nada más ella podía darlos; a Mica no le habría extrañado que alguno de los escalones se hiciera pedazos. De hecho, era una suerte que su cabeza siguiera unida a su cuerpo. Perla tenía un historial de lesiones graves causadas por su legendaria bofetada de izquierda. Corría el rumor de que le había roto todos los dientes a un chico que la había llamado «zorra de feria.» Gus lo creía, Mari lo creía, René lo había creído y, por lo tanto, Mica también lo creía.
El chico salió al frío de la mañana por la puerta trasera de cristal, que alguien había dejado abierta. Se dejó caer en la arena con la mano pegada a la mejilla. «¿Por qué soy el único que no pelear con los demás?», se preguntó mientras admiraba las nubes blancas y esponjosas que pasaban por sobre su cabeza. «A René…» Mica se incorporó de golpe, regresó a la casa dando traspiés y llegó al comedor con la respiración agitada. La urna era su objetivo y la encontró donde la había dejado: en la silla que habría ocupado René de continuar con ellos, siempre a su derecha. Mari y Gus seguían desayunando, Perla no había vuelto. Antes de regresar al exterior, para seguir jugando al niño berrinchudo, Mica se tomó un momento para apreciar el plato que quien le había propinado la bofetada no se molestó en recoger: el tocino, los huevos revueltos, la salsa cátsup y la mayonesa, a simple vista y para un ojo inexperto, habrían parecido alimentos e ingredientes amontonados sin patrón aparente; no obstante, para él que conocía a Perla, y que había visto a René, allí estaba, tan claro como el cielo en el desierto, el rostro de su difunta amiga: cada peca, cada cabello rojizo, había sido plasmado con burda perfección en la forma de un desayuno mal preparado y de sabor cuestionable.
Mica abrazó la urna con fuerza y abandonó el comedor sin decir palabra alguna, sintiendo náuseas. Mari y Gustavo ni siquiera lo miraron al salir, o eso quiso pensar él. Se sentía mareado, abatido y el cuerpo le dolía. Lo único que podía hacer era tirarse en la playa y esperar a que el sol lo consumiera o a que la arena lo llevara a las profundidades más oscuras. De cualquier manera, lo que necesitaba en verdad, se dio cuenta en un momento de lucidez efímera, era olvidar a René.
•
Mica no recordaba si había ido a la fiesta de Louis, pero encontrar su cuerpo medio enterrado en la arena tras la casa le hizo pensar que no, que ni siquiera Louis había tenido tiempo de conocer a Gus. El cuerpo de su mejor amigo de la infancia estaba frío, apestaba a alcohol y tenía los labios amoratados; la ropa de Louis estaba rasgada ahí donde el chuchillo le había abierto el pecho. Sangre seca y coagulada todavía era apreciable en la playera y sobre la piel, y bajo ella. Las náuseas que Mica sentía aumentaron y el vómito llegó con lentitud desesperante; fue tras unos arbustos y allí sacó todo lo que llevaba dentro. Al terminar, volvió a mirar el cuerpo. Las arcadas llegaron, pero nada abandonó su organismo. Era una escena tétrica, tanto que debía estar soñando. Se pellizcó el hombro, los brazos, las manos. Incluso la cara interna del muslo, pero, seguía allí, ante un Louis muerto; ante su amigo desgarrado y amoratado.
―Mierda.
•
Los cuatro miraban el cuerpo sin poder creer lo que veían. Mari ya había vomitado dos veces y de todos modos seguía observando atónita. Gus parecía contrariado; Perla se limitaba a observar con seriedad mientras sostenía con fuerza La Urna. En sus facciones se alcanzaba a leer: «Debe ser una broma, una muy pesada.»
Mica, vara en mano, tampoco deseaba creer lo que sucedía. Ya había picado el cuerpo varias veces. Había levantado la piel acuchillada y se había encontrado con un aroma insoportable; Gus había levantado los párpados del cadáver, Perla le había checado el pulso. Era un hecho: Louis estaba muerto. Y si estaba muerto, alguien debía haberlo asesinado, a menos que el pobre imbécil hubiera estado tan ebrio esa madrugada como para apuñalarse él solo.
«Por supuesto que no», pensó Mica.
Entonces, habían alojado a un asesino durante la fiesta. O era posible que el asesino siguiera allí; tal vez parado entre ellos, tal vez dentro de la casa. Mica repasó los rostros de sus amigos. ¿Alguno de ellos habría sido capaz de cometer tal atrocidad? Por supuesto que no. ¡Qué tontería!, pensó. Ni Mari, ni Perla, ni Gus.
Entonces… ¿Había sido él? No tenía recuerdos de la noche anterior, al menos no desde los fuegos artificiales y hasta que Gustavo lo noqueara. Se miró las manos. Ya se las había lavado y no recordaba haber visto sangre en ellas. ¿Y si lo había bloqueado? Tonterías. Sólo estaba asustado; la muerte de Louis no era culpa suya. La muerte de aquel sujeto no podía ser culpa de ninguno de ellos cuatro.
―¿Lanzamos el cuerpo al mar? ―propuso Perla con seriedad.
Hombres y mujeres se miraron unos a otros, incluso parecía que el cuerpo estuviera al tanto de sus confabulaciones, pues Gus le había mantenido los ojos abiertos.
―Pues no podemos amarrarle hilos y fingir que está vivo ―dijo Gustavo―. Quienquiera que hizo esto, se tomó la molestia de cavar una tumba. Podríamos terminarla y dejar aquí el cuerpo.
―Para que vengan a buscarlo y lo encuentren, claro ―se quejó Perla, altiva.
―¿Creen que alguien sepa que estuvo aquí anoche? ―inquirió Mica, desesperado.
―Mientras tú estabas tirado en el suelo, bailó sobre la mesa de la cocina. Casi se desnuda ―informó Gus sin apartar los ojos del cuerpo frío―. Todos recordarán que estuvo aquí.
―Si vienen a preguntar podemos decir que se fue ―intervino Perla.
―Mejor deberíamos llamar a la policía ―propuso Mari dando un paso lejos del muerto―. Ninguno de nosotros fue, ¿no? Podríamos denunciar el crimen y…
―Y de todos modos seríamos sospechosos. ―Mica estaba al borde de la locura; sentía las lágrimas aflorando en sus ojos―. Voto por lanzarlo al mar.
―También es una opción peligrosa. Podría volver a la orilla cualquier día, a menos que le atemos ladrillos, claro. ―Gus se acuclilló junto a Louis y, con una varita, picó el cuerpo―. Era tan guapo. ―Soltó un suspiro―. Deberíamos quedarnos el cadáver.
―¿Para qué? ¿Para que juegues con él? ―sugirió Mari.
Gus se incorporó y resopló.
―Hasta que decidamos qué hacer con él. Y soy gay, no necrofílico. Hay diferencia; no voy por la vida tirándome a cualquiera. Es un asqueroso estereotipo. ―Miró el cuerpo y después añadió―: Si estuviera vivo, tal vez. Pero con los muertos no me meto. Entonces, ¿nos lo podemos quedar? Anda, Mica, di que sí.
―Es peligroso. Llamemos a la policía.
―Echémoslo al mar ―insistió Perla.
•
Conseguir el bote fue simple. Lo encontraron varado en la arena, a unos cien metros de la playa de la casa de Mica. Era suficientemente grande como para transportar a tres personas: Perla, Mica y el cuerpo de Louis. Fue el muchacho vivo quien se encargó de los remos, mientras Perla revisaba los alrededores, asegurándose de que nadie los estuviera observando. En la orilla los esperaban Gus y Mari, rellenando el agujero donde habían hallado el cadáver.
―Creo que aquí está bien ―anunció Perla cuando la playa se volvió una mancha difusa.
Mica dejó de remar. Mientras movía los brazos hacia atrás y hacia adelante trazando círculos, su acompañante se encargó de atar los pies de Louis a unos tabiques que Gustavo, convenientemente, había encontrado. «Con esto lo mantendremos en el fondo», había dicho el muchacho. Mica no lo dudaba; nadie encontraría a Louis si no lo buscaban. Y aunque se sentía un poco mal por estar lanzando el cadáver de su mejor amigo de la infancia al fondo del océano, sabía que era lo opción más «sensata», o eso era lo que se había repetido con cada movimiento de los remos. «Es lo correcto», «Es lo correcto», «Es lo correcto.»
Mica no tenía intención de enfrentarse a un interrogatorio durante los doce días en la playa. Tal vez pasado ese tiempo, sacaría el cadáver del mar y fingiría que había llegado a la orilla, lo reportaría con la policía y se enfrentaría a todas las consecuencias. Pero mientras corriera el periodo que René había pedido que pasaran en la casa, no dejaría que nada perturbara el último deseo de su amiga.
Fue Perla quien tuvo el placer de lanzar el cadáver al mar. El chapoteo fue un sonido aterrador, y mientras Louis se hundía, Mica recordó cómo lo había conocido.
Estaba en un parque y el aire olía a algodón de azúcar. Las aves cantaban y las nubes eran grandes, mullidas y muy blancas. Los otro niños…
―Mica, rema ―dijo Perla, interrumpiendo las cavilaciones del muchacho.
Mica asintió y movió los remos. «Es lo correcto», «Es lo correcto», «Es lo correcto.»
•
Gus veía a Mica y a Perla como un espejismo lejano. Parecían tan irreales, allá, tirando un cuerpo al océano. A penas y pudo notar cuando Perla echó el cadáver al agua.
―Ya está ―dijo, clavando la pala en la arena.
―¿Cómo que «ya está»? ―preguntó Marianne con seriedad. El sudor perlaba su frente y le adhería el cabello al rostro; llevaba una blusa sin mangas muy bella, que Gustavo le había regalado la Navidad pasada―. El agujero todavía no está lleno.
Marianne echó un montón más de tierra a la tumba mal cavada.
Gus señaló hacia el mar, hacia Mica y Perla que se acercaban remando.
―Ellos. Acabaron.
«Qué rápido nos deshacemos de la muerte», pensó Gus y, rápido, le echó una mirada a la Urna que descansaba medio enterrada en la arena. A René había sido cremada, al amigo de Mica lo habían lanzado al mar. «Supongo que al siguiente lo enterraremos entre piedras y al que venga después lo lanzaremos desde un helicóptero.»
Gus aferró con fuerza el mango de su pala y echó los últimos montones de arena en el agujero. No quedó completamente parejo, pero al menos no parecía que allí, antes hubiera habido una tumba.
Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano. Acto seguido, removió el cabello de Marianne.
―Voy por agua. ¿Quieres?
La muchacha asintió con energía.
Gus atravesó la puerta de cristal que daba a la cocina. Pasó de largo el mueble donde se guardaban los vasos, ignoró el garrafón con agua. Llegó a la sala, atravesó el mueble rústico con patrones de flores. Subió las escaleras con calma, llegó a su habitación y abrió la puerta. Las bisagras chillaron.
El cuarto que a Gus le había tocado, en algún momento, le había pertenecido al hermano de Mica. Había una cama individual, con el colchón todavía cubierto con plástico. Aunque le molestaba el ruido que producía, había decidido respetar la obsesión de los padres de su amigo. Había un armario pequeño, una mesita de noche, fotografías de paisajes de todo el mundo montadas en las cuatro paredes y una estantería vacía.
Gus se encaminó hacia la cama y miró debajo. Sacó de allí una caja de zapatos azul. Al abrirla, encontró un montón de notas, cada una de ellas escrita con la letra de René. Tomó la que estaba hasta arriba.
«Bueno, Gus, mi segundo encargo es un poco más difícil que el primero: Mica solía hablarme de su mejor amigo: Louis. Lo van a matar. No puedo decirte quién, porque no lo sé. Pero debes asegurarte de que se deshagan del cuerpo: entiérralo. Si es posible, que Mica no se entere. Y una vez que lo hayas hecho, ten cuidado. Tú y los demás. No será la única muerte.»
Gus partió la nota por la mitad y la metió debajo del colchón, junto con la otra que ya había cumplido. Dejó escapar un suspiro desganado.
«Si no hubiera estado tan ebrio, lo habría enterrado mejor.»
•
―¿Y ahora qué, lo olvidamos, así, nada más? ―preguntó Mari. La chica tenía un vaso con agua entre las manos y temblaba.
―Al menos hasta que acaben los doce días. ―Mica asintió y se incorporó. Sentía que iba a volver a vomitar, así que fue hasta la puerta de entrada y la abrió para que el aire fresco y salado recorriera la casa.
―¿Qué haremos si alguien viene a buscarlo? ―quiso saber Perla.
―Hasta donde sabemos, se fue. ―Gus bajaba por las escaleras. Cuando su mirada y la de Mica se encontraron, Mica supo de inmediato que su amigo le ocultaba algo. Lo conocía desde hace mucho tiempo. Podía leerlo tan fácil como a una revista con letras grandes.
―Así es. ―Mica asintió y volvió a la sala, acompañado por Gus―. Louis se fue de aquí. Cuando despertamos, ya no estaba.
―Quiso volver a la fiesta de su casa ―agregó Gus.
―¿Por qué mentir de más? ―quiso saber Perla.
―¿Por qué mentir? ―Mari tomó un trago de agua―. Hay que llamar a la policía…
―Y pedirles que nos ayuden a sacar el cadáver del mar, claro. ―Gustavo se sentó junto a Perla y la abrazó―. ¿Qué vamos a comer? Me muero de hambre.
Mari se levantó y salió de la casa por la puerta de cristal dando pasos fuertes.
―¿René no previó esto? ―preguntó Mica dejándose caer en el lugar que Marianne había desocupado. A continuación, miró a Gus―. ¿No decía nada de eso en las notas?
―No. ―Gustavo se desperezó―. Y, de todos modos,ya está muerto.
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