Tengo una relación bastante peculiar con el tiempo y los hábitos –o, al menos, lo que deberían ser hábitos. Me molesta mucho gastar tiempo en tareas innecesarias o que rompen con el esquema que tenía planeado para el día, y también me cuesta generar hábitos, aunque digan que solo necesitas 21 días para hacerlo. Cabe resaltar, también, que una vez que logro generar uno, si lo rompo por alguna razón, todo se friega y pierdo el control de la «racha» que había conseguido. Cosas del TDAH, el trastorno más popular entre los millennials.
Esto de los hábitos y el tiempo me pasa con muchas cosas, pero, en particular, me «molesta» que suceda con la comida. Resulta bastante fácil depender de aplicaciones como Uber Eats o Rappi para «salir del apuro» cuando ya no tienes tiempo de prepararte tú los alimentos o cuando, por ser un humano ocupado, no tienes ganas de invertir energía en ello. Entendible. Esos TikToks no se van a ver solos.
México acapara el 9 % de las descargas globales de Uber Eats, siendo el tercer país con mayores usuarios en el mundo, solo detrás de Estados Unidos e India, al menos de acuerdo a datos de Merca 2.0 —¡así es! El blog ahora incluye datos fidedignos para respaldar mis desvaríos. Supongo que esto habla bastante de las prácticas que mantenemos como consumidores latinoamericanos y la facilidad de estas plataformas para atraparnos. Y, no, no es crítica. Las respeto, las uso, las adoro. Sin embargo, también representan un gasto fuerte; en 2022 —perdón por el dato desactualizado— , el ticket promedio de Rappi era de $328 MXN, mientras que el de Uber Eats era de $172 MXN. Así, de buenas primeras, no suena tan mal. Sin embargo, para personas flojas como yo que han llegado a usarlo casi todos los días de la semana y con un gasto más arriba del promedio… bueno, la suma habla por sí misma.
La cuestión es que, sí, usar estas aplicaciones es fácil y rápido y práctico, y yo soy un fiel devoto de la practicidad. De verdad. Si pudiera iniciar una religión en torno a ella, lo haría. Por desgracia, lo más práctico no es siempre lo más conveniente. Y es aquí donde entro al tema de la preparación de manjares: no puedo decir que soy un experto en la cocina. Es más, ni siquiera puedo decir que sepa «preparar» algo. Lo que hago, más bien, es ver qué hay en el refrigerador, echarlo a la sartén y rezarle Cintéotl, Ah Mucen Cab y a Ek Chuah para que lo que mezcle no termine cobrando vida propia —¡estás en lo correcto! Ahora también hago referencias a dioses de las culturas prehispánicas; vamos en racha con las novedades en redacción.
O rezar funciona o soy un sujeto con suerte, porque rara vez he conseguido algo de mal sabor. Solo recuerdo esa vez, cuando estaba en la preparatoria, que hice espagueti con miel y huevo. Vomité. No lo repetiría. A no ser qué—
Por ejemplo, anoche encontré en el congelador una bolsa de cubitos de carne de WildFork —bendito el día en el que Daniela me presentó este lugar; me evita salir al supermercado y elegir comida; todo lo hago a través de su aplicación y me llega un surtido de pescado, pollo y carnes rojas a mi casa—, usé un sazonador de dudoso contenido que compré en un mercado de cosas asiáticas y le añadí sal con ajo y mantequilla. ¿Sabe bien? Lo averiguaré más tarde. Al menos puedo decir olía apetecible.
Pero, ajá, llamar «cocinar» a lo que hago sería un insulto a la memoria de Julia Child. Gran película “Julie & Julia” (2009, Dir. Nora Ephron). Te la recomiendo, si todavía no la ves.
¿Para qué hablo de todo esto? Porque me gusta estar en la cocina, aunque es un hábito que ahora practique poco. Durante un tiempo, todas las noches, me metía y me hacía de comer y de desayunar para el día siguiente. Ponía un video de videojuegos de fondo y disfrutaba colocando esto y aquello al fuego. Era divertido. Sin embargo, también era una práctica impulsada por el motor incorrecto; a veces por pensamientos intrusivos, a veces por deber, muy pocas por placer. Quiero cambiar eso.
Me gusta estar solo en la cocina mientras preparo cosas. Convertirla en mi lugar, donde estoy conmigo y juego con lo que encuentro a mi disposición. La parte de comer la comida no es lo más entretenido para mí; me gusta hacerla, lo otro ya es secundario, incluso diría que mi parte menos favorita. Casi no hago comida para Nady, pero supongo que también disfruto que los demás prueben lo que cocino. Más que lo que me emociona la práctica de masticar y tragar y eso.
En la preparatoria consideré irme a la carrera de gastronomía; claro, eso no sucedió, y ahora me doy cuenta de que, tal vez, no era para mí: disfruto hacer las cosas a mi propia velocidad e inventando mis combinaciones. Sería pesado tener que atenerme a un horario demandante y un ritmo de trabajo como el que se suele asociar a la cocina. No nací para hacer todo cuanto cae frente a mi interés, a pesar de lo que indique la neurodivergencia medio diagnosticada que rige mi personalidad. Recuerda: no soy más que la combinación de mis trastornos.
Siento que me estoy desviando un poco del tema y, al mismo tiempo, también me parece que este es el texto con más sentido que he escrito en mucho tiempo. Tal vez porque puse datos estadísticos; a la gente suele ayudarle a sentir que lo que lee tiene un sustento y no que son las ideas locas de alguien que no sabe qué hacer con su tiempo mientras se mueve a su trabajo como «editor de contenido» de una revista de moda.
En fin: cocina, comida. ¿Qué puedo hacer para convencerme de cocinar todos los días y disfrutarlo? Lo que mejor sabe hacer mi generación, tan bien adaptada a las redes sociales: compartirlo.
Antes de desarrollar más esa idea, me gustaría aclarar una cosa: mi vínculo con la comida es… cordial, a lo sumo. Por suerte, y con todo respeto, no he llegado a desarrollar un TAC —Trastorno Alimenticio Compulsivo. Es simple y sencillamente, que, para mí, comer es una pérdida de tiempo. Más que algo «disfrutable», es algo necesario, un deber más en mi lista mental de tareas aburridas. Mi cuerpo necesita consumir alimentos. Se los doy, en la medida de lo posible. Y he de admitir que el hecho de que la pastilla que tomo para el TDAH inhiba mis ganas de comer es un ganar-ganar: yo no pierdo preciados minutos sentado masticando y tragando, y mi mente gana la valiosa capacidad de centrarse en las tareas que le asigno. Encuentro un placer macabro en eliminar «necesidades básicas» de mis tareas diarias. ¿Es incorrecta esta manera de pensar? No me gusta hacer juicios de valor en casos de esta índole, pero… sí. Es incorrecta. Está mal. La psiquiatra me dijo que aunque no tuviera hambre luego de consumir la pastilla, intentara comer. No lo hago.
Fuera de que tome o no el medicamento, también he de contar que, en los días en los que no llevo una rutina fija —levantarme, ir a trabajar, etc.— comer no es una de mis prioridades. Puedo levantarme a la 1:00 p.m., hacer tontería y media, jugar videojuegos, encargarme de tareas varias de mis obligaciones como freelance o del hogar, y tomarme la molestia de ingerir alimentos a las… ¿6:00 p.m., cuando creo que quizá ya me excedí? A veces puedo comer una sola vez en el día. Y no me incomoda. Aunque no debería ser el caso. Me acerco a los 30 años. Ya no soy un lozano mochuelo con la energía para comerse al mundo. Al menos no sin los cuidados propios de alguien que va para las tres décadas.
Aclarada mi relación con los alimentos, creo que ahora es un poco más evidente el porqué necesito una motivación para cocinar. Y sé que puede sonar a contradicción: ¿te gusta estar en la cocina, pero no comer ni lo preparar cosas a diario? Qué puedo decir. Me cuesta empezar tareas, y puede que lo que me fascine de estar en la cocina es la idea de pasar un rato con mis pensamientos, «enclaustrado» —porque la puerta de la cocina DEBE permanecer cerrada mientras estoy en ella—, viendo resultados inmediatos y siguiendo pasos inventados, pero sistemáticos. Tremendo que me gusten los procesos, pero deteste los resultados.
Por cierto, y en una nota aparte, he querido tratar el tema de la «voz interior». El otro día leí que no todas las personas piensan igual. Es decir, no todos tienen una voz interior; otros tienen una increíble capacidad para visualizar objetos en su cabeza, aunque no llegan acompañados de un narrador, solo los «proyectan» allí; otras personas piensan en emociones y más variantes del tipo. Yo todo el tiempo estoy en un diálogo interno, con una voz que me responde y que no suele callarse. A veces está tarareando una canción, a veces —como ahora— repitiendo lo que escribo, lo que digo o leo, y en ocasiones está viajando hacia temas de lo más diversos, sin importar lo que pase en el mundo exterior. A pesar de tener esta voz activa, me es muy difícil visualizar espacios o cosas en mi mente. No les puedo dar forma muy concisa. Puedo pensar en una manzana, claro. Y veo su forma, o, bueno, la capto dentro de la mente,empero, tengo que hacer un esfuerzo para, por ejemplo, darle volumen y rotarla, o cosas así. Durante un tiempo hice el ejercicio de diseñar una habitación en mi cabeza en la que «guardaba» cosas en distintos lugares. Al día siguiente debía volver a ella y explorar qué había guardado en dónde. Según yo, era una práctica para mejorar mi memoria y tener dónde almacenar cosas importantes sin perderlas u «olvidarlas». Seguro estoy loco y no habría funcionado.
¿De verdad hay personas con una capacidad para ver imágenes de manera clara en su cabeza, no solo «sombras» de los objetos? Un día indagaré más sobre esto. Y, si piensas que desvarié al meterme en este tema, me permito contradecirte: expliqué todo esto para señalar a qué me refiero cuando digo que me gusta estar en la cocina «con mis pensamientos». Es un monólogo. O, quizá, dependiendo de cómo lo veas, una charla de dos que son uno mientras, de fondo, suena un video de YouTube, la cocción de la carne contra el metal caliente y el ocasional roce de una esponja contra un utensilio que necesita ser lavado.
Cocina. Sí.
Cuando vivía «solo» en Campeche y contaba los días para volver a la Ciudad de México, una vez que tomé la decisión de retornar, empecé con los domingos de recomendaciones, en los que hablaba de cosas que me gustaban; era una manera de llevar registro del paso de las semanas, una que me emocionaba. Bueno, anoche se me ocurrió que podría compartir mis tontas recetas con la gente que me sigue en Instagram. Subirlo en historias o a manera de reel, y así tener una razón más fuerte para, todas las noches, estar frente a la estufa —y también para limpiarla más seguido. Es un proyecto personal-público, como este blog, que me sorprende que la gente lea. A veces recibo mensajes de amigos y conocidos que encuentran «algo» en esta verborrea que llamo A La Deriva. No tienen idea cuán agradecido les estoy por dedicar un rato de su día a leerme. Ese tiempo nadie se los va a devolver, y si sacan algo o, al menos, se entretienen con mi manera de juntar letras, eso me hace muy feliz. Me están «dando» algo muy valioso. En serio, gracias.
Entonces, sí. Este texto es una mera manera de dejar testigo de mis próximas aventuras culinarias. Una forma de constatar que «lo haré» o que «lo quiero hacer». Y, quién sabe, tal vez también comience una nueva sección en A La Deriva dedicada a escribir, cada día, sobre lo que me viene a la mente mientras cocino, o las «recetas» que hago. Suena divertido. Tal vez no lo será tanto. Lo descubriré.
Bueno, entonces, ya cubrimos la parte de comida y cocina. ¿Por qué rayos en el título se incluye “Al Dente”? Qué bueno que te lo preguntes. “Al Dente” es una expresión italiana que hace referencia a un punto de cocción de la pasta en el que queda firme a la mordida. Es la «consistencia ideal» para consumirla, dependiendo a quién le preguntes.
Da la casualidad de que «Al Dente» también es una canción de Rob, también conocido como Select Ishtar, un amigo del trabajo, creó, y dentro de poco estaremos grabando el video musical de dicho… ¿sencillo? Lo que he planeado para este proyecto ha sido una exploración de la relación de Select con la comida. Escribiendo este texto me di cuenta que, solo tal vez, «Al Dente» también pueda ser una oportunidad para explorar mis propias pugnas con los manjares de esta tierra. No sé. Se me hizo curiosos que la comida esté tan presente en mi vida en estos días.
En realidad, siempre debería estarlo, considerando que hace unos años me diagnosticaron colitis ulcerosa y debería cuidar mejor lo que consumo.
En fin. Desvaríos. Carne. Verduras. Proyectos.
¡Ah! Por cierto, anuncio parroquial: a petición de Idaly —me gusta poner los nombres de las personas aunque tal vez no las conozcas—, A La Deriva ahora también está en Substack, una especie de plataforma para lectura y escritura. Si tienes la app o quieres descargarla, pásate por aquí para seguir el blog allí y recibir una notificación cada que suba algo.