En retrospectiva, el diagnóstico tiene bastante sentido y, quizá, solo quizá, debería habérmelo esperado.
Pero, hey, supongo que así son algunas de las sorpresas de la vida.
Llevo unos cuantos meses en terapia. Es posible que sean más de seis. En este tiempo he descubierto varias cosas: además de ser un obsesivo del control, también tengo depresión y ansiedad que se manifiestan de las maneras más variopintas —por ejemplo, a través de pensamientos intrusivos, o, aparentemente, como una incomprensión de las emociones de los otros. Para estos dos males, el tratamiento psiquiátrico —porque voy con una psiquiatra ,además de psicóloga—, en conjunto con la terapia, ha sido de mucha ayuda. Me veo y me perciben como alguien diferente. En un buen sentido.
He de admitir que, durante un tiempo, temí acercarme a los medicamentos por un miedo irracional a que cambiaran mi manera de ser, o que apagaran una «chispa» que arde dentro de mí. A veces. Cuando quiere. Y solo si no hay mucho viento.
Claro que este no fue el caso.
Tras varias semanas con la primera dosis del medicamento para la depresión y ansiedad, me sentí… diferente. Fue progresivo, eso sí. No sé si de la noche a la mañana me di cuenta, pero sí comencé a sentirme más dispuesto a hacer ciertas cosas. Con este «nuevo» enfoque, la terapia cognitivo-conductual me ha ayudado a mejorar otros aspectos —empero, admito que no soy el mejor siguiendo las tareas que me dejan, algo que podría estar relacionado con el siguiente punto…
Tras varias sesiones, charlas y suposiciones, la psiquiatra llegó a una conclusión: también tengo TDAH (trastorno de déficit de atención e hiperactividad). Entonces: depresión, ansiedad y déficit de atención. Todo un estuche de monerías. Hay que añadir a esto mi nula capacidad para hacer ejercicio, mi tendencia a las hernias y mis ganas de controlarlo todo. De pronto caí en cuenta del gran partido que soy. Al menos para formar una familia atípica.
Además de que la medicación y los diagnósticos me otorgaron toda una nueva gama de chistes para contar en mi día a día, también me abrieron los ojos a dos verdades que se sintieron como un respiro de aire fresco: la primera fue que mis TOCs, actitudes raras y maneras de reaccionar al mundo tenían una explicación. La segunda, derivada de la primera, fue que mi personalidad es consecuencia de un trastorno. Sublime.
Durante mucho tiempo, he pensado que la preparatoria fue mi momento cúspide de creatividad, y que de ahí todo fue en picada. Fue una época en la que escribía un montón y me sentía muy motivado. En la que creía que había encontrado mi vocación y esas cosas.
Cuando esa energía comenzó a decaer, aplastada por paranoias y otros aspectos que no trataré a mucha profundidad, fue duro. Como una traición a mí mismo. Había dejado, en algún oscuro rincón, las ganas que me permitían hacer cosas que consideraba parte de mí, cuando en realidad podría haber sido mi mente dispersa buscando un nuevo enfoque.
De niño yo era tranquilo, de buenas calificaciones. Sí, me aburría con facilidad. Sí, me rompí la oreja saltando entre mesas. Sí, hice una «huelga» en la primaria. Sí, comercié con una de esas «bolas ocho» con forma de cabeza de alien que te daba Gamesa a cambio de un cupón azul. Sí, intenté darle una pelota de tenis a una rata de la calle para que jugara con ella. Sí, también una vez me encontraron jugando con una serpiente viva.
Bueno. Tal vez no era tan «tranquilo».
El caso es que, con el paso del tiempo, esta incapacidad para medir el peligro tenía que desaparecer, o, al menos, se controlada, por lo que mi mente decidió que teníamos que irnos al otro extremo si queríamos seguir siendo personas funcionales. Desarrollé una tendencia al miedo, a la inseguridad, al distanciamiento social, a la sobreprotección y a un montón de cosas más que surgieron para contrarrestar esa impulsividad que podía terminar conmigo —y que hoy en día se manifiesta a través de compras impulsivas.
Hacía tiempo que quería aproximarme al tema de ir a terapia y existir con medicamentos, sin embargo, no sabía cómo hacerlo. Qué enfoque darle. Fue hasta que me topé con este video de JaidenAnimations, con el que me sentí bastante identificado, que descubrí que podía hablar de ello sin tantas complicaciones, sin tener un mensaje muy profundo o una reflexión que nos dejara, a mí y a ti, que lees esto, impactados.
En particular, Jaiden menciona cuánto le costaba iniciar tareas, y que una vez que las comenzaba, las seguía sin parar, algo que me pasa —ahora sabemos por qué escribo tan esporádicamente en el blog. También habla de las hiperfijaciones o hiperfocos: la obsesión con un tema en particular. Un idilio con un tópico. También salto muy fácil de una cosa a otra, me cuesta ponerle atención a los demás, interrumpo mucho, hay momentos en los que no sé cerrar la boca, tareas triviales parecen muy pesadas, a veces no sé dónde dejo las cosas que tenía hace un segundo en la mano, se me complica seguir rutinas, no puedo escribir y escuchar música al mismo tiempo… hay tanto que sucede.
Cabe resaltar que fueron mi novia, Nady, y nuestro roomie, Héctor, quienes notaron en mí ciertos rasgos «neurodivergentes», aunque, como buen escéptico, me negaba un poco a creerles. Quién diría que tenían razón.
Poder ponerle nombre y apellido a lo que tengo, a lo que me ha causado algunos problemas a lo largo de mi adolescencia y vida adulta, se sintió bien. No para excusarme sobre mis acciones, sino para saber que siguen una lógica impulsada por un motor invisible dentro de mi cerebro. No soy como soy porque sí, sino porque mi mecanismo funciona un tanto diferente.
Hoy comencé a tomar una pastilla para centrarme. No noté mucha diferencia. Pero, bueno, ya veremos en un futuro.