Cuando estaba en preparatoria, mi mejor amigo, Kobeh, me pegó la costumbre de llevar una libreta de bolsillo a todos lados: aunque tenemos nuestros celulares, hay cierta magia y belleza en lo escrito a mano. Hace poco, en la oficina, comencé a escribir mis pendientes en notas adhesivas, y un compañero mencionó que él lo anota todo en su teléfono. No sé qué tiene el papel; por alguna razón siento que en él todo es más real. Las anotaciones en digital no terminan de convencerme.
Cuando entré a la universidad, continúe con la costumbre de llevar más de una libreta conmigo, en un morral. El máximo que lleve a cargar, creo, fueron tres. Las coleccionaba y en cada una tenía cosas distintas —en su mayoría, ideas para distintas historias, para sesiones de fotos o frases que me gustaban. Eran mis pequños libros de recortes, donde ponía todo lo importante, para no olvidarlo.
Un día, tras creer que alguien había abierto mi mochila para leerlas —los primeros indicios de mi ansiedad; quizá debí haberme dado cuenta en ese momento—, decidí dejar de usarlas y también dejé de escribir las historias que allí había anotado. Mi razonamiento de ese entonces fue que si alguien más las conocía, ¿de qué servía que las trabajara?
Varias veces lo he intentado, otra vez, cargar libretas, pero no es lo mismo. Este abandono del papel y la pluma no está ligado exclusivamente al episodio de la mochila abierta; también tiene que ver con que siento que ya no tengo nada que valga la pena preservar de ese modo. Si alguna vez tuve esa preciada sustancia que llaman «creatividad», es altamente probable que la haya agotado de manera prematura, o que los habitantes de mi mente hayan decidido dejar de accionar la palanca del pozo de donde la extraían. Están demasiado ocupados con tareas mucho más repetitivas y mecánicas como para recordar cómo llevar a cabo el proceso —o, quizá, extraviaron el mapa donde habían anotado la ubicación de esta fuente. Creo recordar que Aristóteles decía que el ocio era la madre de la sabiduría; necesitamos tiempo libre para cultivar prácticas que nos permitan explorar cuestionamientos y encontrar respuestas a estos mismos. Actualmente, mis ratos de ocio los ocupo en cosas que me entregan recompensas de maneras más inmediatas, como los videojuegos; dopamina inmediata.
Hace un par de noches, Kobeh nos regaló, a mí y a los otros integrantes de BlueZone, plumas azules de gel, de esas que tienen un botón en la parte trasera para esconder o revelar la punta. Me gustan las plumas —otra cosa que quizá tomé de mi mejor amigo: creo que deberíamos tener bolígrafos específicos para determinadas tareas. Objetos de escritura especiales para frases, otros para ideas, otros más para anotaciones generales y así, respectivamente. Sin embargo, también he de admitir que es incómodo ir por allí con varias plumas.
Con este nuevo objeto en mi poder, siento una terrible necesidad de volver a las andadas. De cargar conmigo una libreta y ayudarle a los pequeños habitantes de mi mente a esparcirse un rato; quizá, en lugar de llevarlos a un pozo a trabajar, podamos encontrar juntos un estanque en medio de un bosque, donde las ideas fluyan sin necesidad de que se esfuercen. Suena idílico, porque incluso ir hasta ese sitio, si es que existe, implicará un esfuerzo. Si no, al menos, puede que haya una manera de hacer que el agua de los pensamientos (no laborales) fluya de nuevo, y con ella, un orden que siento que he perdido.
Alguna vez leí un estudio que dice que escribir las cosas en papel ayuda a que la imaginación fluya mejor, debido a las partes del cerebro que entran en juego en todo el proceso de tomar un bolígrafo o un lápiz y hacer trazos en papel. No tengo conmigo un documento que lo compruebe, así que tampoco pondría mi mano al fuego por ello, sin embargo, sí te invito a intentarlo. Lleva contigo una pluma y una libreta. Quizá se te acabe la tinta o tengas que sacar punta a tu lápiz, pero al menos no te quedarás sin batería.