De haberlo podido poner en palabras, lo que habría dicho era que el mundo le parecía enorme y repleto de posibilidades. Sin embargo, se conformaba con lo que ahora tenía: verde debajo de ella, azul encima y cientos de colores alrededor. Era una vida sencilla y satisfactoria. No le faltaba ni comida ni agua, y el entretenimiento lo encontraba saltando de brizna en brizna, desplegando sus élitros y aterrizando con la elegancia propia de las criaturas salvajes.
De entre todos los jardines, aquel era su favorito. Las flores siempre relucían y se regaban con regularidad; los arbustos estaban bien recortados y no había mascota alguna que interfiriera con sus asuntos. Hasta podría decirse que era feliz. Aunque, si hubiera sabido que, en el mejor de los casos, llegaría a vivir hasta los tres años, quizás habría buscado algo distinto. Un sitio más cálido. Pastos más verdes. Flores más bellas.
CAPÍTULO 1: NOSTALGIA (PARTE 2)
Silvia miraba la catarina con genuino interés. Era muy pequeña. Debía medir unos siete milímetros. Allí, tumbada en el centro de la rosa, se le veía tan a gusto. A Silvia le habría encantado estar con ella, mirar el mundo tan grande y tan misterioso; deseaba ser libre de toda responsabilidad, abandonarse a la observación de las nubes, conseguir un título en administración de los cantos de las aves y una mención honorífica por su trabajo con el ritmo de las gotas de agua.
Se había cansado de buscar a Azucena, su hermana, hacía unos diez minutos. Le frustraba tener que encargarse de la pequeña, aunque la quisiera tanto. En principio, lo que más le molestaba era la personalidad cambiante de la niña. Podía ser una explosión de energía, que bailaba, gritaba y cantaba por toda la casa, corriendo sin descanso, saltando de sofá en sofá y girando en el jardín entre risas y sonrisas. Y también podía ser la calma que precede a la tormenta: seria, a veces incluso oculta, dejando tras de sí un ambiente denso en el que se dificultaba respirar. Lloraba sin cesar o, si no quería hablar, se mordía el labio hasta que aparecía sangre. Estos cambios se materializaban a partir de la nada, impredecibles e insufribles.
—Silvia —la voz de su madre sacó a la joven de sus cavilaciones. Se dio la vuelta y se encontró con los ojos cansados y adormilados que caracterizaban y contrastaban con la actitud de la mujer que le había dado la vida—. ¿Sabes dónde está tu hermana? Llevo buscándola un rato y no aparece.
—Jugábamos a las escondidas —explicó Silvia, regresando su atención a la flor. La catarina se había ido; Silvia soltó un suspiro—, pero se escondió muy bien y me cansé de buscar.
—Ya es hora de comer. Vamos a encontrar a tu hermana y luego cocinamos.
—Pero, no sé dónde está. ¿Y si solo le gritas?
—Silvia, busca a tu hermana.
Refunfuñando, Silvia se levantó del césped. Se sacudió unas cuantas hojas y ramitas del vestido de cachemir que tanto le gustaba (la falda parecía danzar cada que soplaba el viento), y fue hacia la izquierda de la casa, para llegar al jardín trasero y ver si su hermana estaba por allí. Mientras caminaba, distraída, Silvia pateó una piedra y luego otra, y otra más, a la par que silbaba una melodía que no tenía idea de dónde había escuchado. Se asomó y nada. Azucena no estaba allí. Tal vez se había escondido en el clóset del cuarto de sus padres. Si la encontraba…
—¡Azucena, Azucena, baja! ¡Miguel!
El grito provenía del otro lado de la casa. Era su madre. Silvia se apresuró. Al llegar, miró hacia arriba, siguiendo la dirección en la que se enfocaban los ojos de su mamá. Azucena estaba sentada en el techo, con los pies colgando hacia el vacío. Sonreía y tarareaba.
—Azucena, hija, baja —repitió su madre, rompiendo por un momento la cadencia monótona de su voz. A Silvia le pasó por la mente que pedirle eso a una niña de ocho años que se encontraba en esa situación no sonaba a la mejor de las ideas.
—Voy, mamá —respondió Azucena, calmada.
La niña se levantó con cuidado, sin miedo, como si hubiera repetido aquello mil y un veces. Ni Silvia ni su madre sabían que así era. Que Azucena subía allí al menos tres veces por semana y que contemplaba la posibilidad de saltar. No porque quisiera morir, sino porque algo en su interior la instaba a probar lo que sucedería.
—Con cuidado… —dijo la madre de Silvia en voz baja.
—¿Por dónde bajo? —preguntó Azucena, deteniéndose—. Si salto es más rápido. Me dolería al caer, pero el dolor pasaría rápido, ¿no?
Silvia no fue capaz de relacionar aquellas palabras con el rostro infantil de su hermana y su madre se vio incapaz de contener las lágrimas por más tiempo. Estalló rápido, despertando en su hija mayor un instinto que hasta ese momento no había demostrado tener.
—Azucena, no. Baja por donde subiste. Con cuidado. Baja. Vamos a jugar a las escondidas. Tú me buscas.
—No quiero jugar a las escondidas —aclaró Azucena, mirando a Silvia a los ojos, como retándola—. Ya me aburrí.
—Entonces, ¿a qué quieres jugar?
—A saltar.
La respuesta sonó a amenaza y si el padre de Silvia no hubiera salido por la ventana y se hubiera acercado sigiloso para abrazar a Azucena y cargarla, tal vez la niña habría saltado. Y le habría dolido. Pero el dolor habría pasado pronto.
Tras el incidente, Silvia aprendió lo que era la Nostalgia. Supo por qué estudiaba en casa y por qué no tenía un número considerable de amigos, a quienes solo podía ver por lapsos espaciados de treinta minutos. Aprendió que era un peligro para las personas a su alrededor y dedujo que, si seguía cerca de sus padres y de Azucena, podría causar otro episodio similar al de aquel día.
Un mes después, y tras aprender las reglas, Silvia se instaló en la vieja casa de su abuela fallecida, que convirtió en su bastión.
Con el paso de los años, Silvia fue haciendo experimentos sobre la nostalgia. Los treinta minutos que podía pasar cerca de otra persona antes de que algo sucediera se redujeron a veinticinco, luego a veinte. A los dieciocho minutos, a la edad de veinte, Silvia creyó que el reloj se había detenido, pero cuando cumplió veintidós y ya solo podía pasar quince minutos cerca de otro ser humano antes de que la Nostalgia entrara en acción, decidió detenerse. A los veinticinco, descubrió, tras pasar mucho tiempo platicando con un repartidor, que el contador ahora estaba en diez.
La Nostalgia afectaba de manera distinta a cada persona. Por lo general, comenzaba con un cambio brusco en la actitud, como Silvia había constatado con una pareja risueña y amorosa junto a la que se había sentado en el parque. Eso ocurría dentro de los primeros ocho minutos. Los dos siguientes eran decisivos. Alguna vez, un empresario había saltado frente a una camioneta. Silvia se había sentido terrible, a pesar de que el hombre solo había sufrido una ruptura de brazo y una torcedura de tobillo.
Aunque el efecto solía disiparse en cuanto Silvia se alejaba lo suficiente, existían ocasiones en las que los daños eran irreparables.
Silvia atravesó la puerta y se encontró con el recibidor y la sala vacíos. Fue a la cocina; plantas, plantas y más plantas. No había nadie. Su instinto la llevó a tomar un cuchillo. Subió las escaleras con cuidado, mientras el corazón le latía en un frenesí. Al llegar arriba, escuchó la voz de la chica, baja, escapando de su habitación. La puerta estaba cerrada.
Silvia inhaló y exhaló. Abrió la puerta de golpe. La joven tenía su celular en la mano y lo movía de un lado a otro.
—No parece nada… —se calló de golpe, soltó un grito agudo, bajo, y dejó caer el teléfono a la vez que sus ojos se fijaban en el rostro de Silvia y luego en el cuchillo.
—¿Qué putas estás haciendo?
Los humanos hacemos cosas estúpidas cuando intentamos escapar de una situación de peligro, y la chica de la tienda no fue la excepción. Corrió hacia la única puerta libre que encontró, la cerró y colocó el seguro. Estaba en el baño.
Silvia suspiró y dejó el cuchillo sobre su tocador. Recogió el celular e intentó desbloquearlo, pero estaba protegido con contraseña. Al menos pudo ver que la batería estaba al setenta y ocho por ciento. También se fijó en la hora. Habían pasado tres minutos desde que la chica había llegado.
Silvia fue hasta la puerta del baño. Tocó.
—Sal de ahí y lárgate de mi casa —exigió, más cansada que enojada.
—No. No voy a salir. Vi el cuchillo.
—¿Y qué querías que hiciera? Tú ponchaste tu llanta. No sé qué quieres conmigo, pero si no sales y te vas en este momento, llamaré a la policía.
—¡No, por favor! —Silvia escuchó que la chica rebuscaba en su botiquín—. Si vienen, perderé mi trabajo.
—¿Y crees que no voy a llamar a la tienda para decirles lo que hiciste?
Al otro lado de la puerta, silencio. Silvia miró su reloj. ¿Qué objetos peligrosos tenía en el baño? Un rastrillo y navajas de repuesto. Alcohol etílico. Tinte para el cabello. En realidad, poco importaba. Si la Nostalgia lo decidía así, la chica allí dentro sería capaz de hacerse daño hasta con papel higiénico.
—Sal de ahí. Ahora mismo —Silvia intentó suavizar el tono de su voz.
—No.
Silvia pegó su frente a la madera de la puerta. De entre las muchas cosas que jamás había encontrado cuando se mudó a casa de su abuela, la llave de la puerta del baño era una de ellas. Silvia nunca ponía seguro a esa puerta, pero ahora deseaba tener aquel pequeño trozo de metal en sus manos.
Miró el reloj. Faltaban cinco minutos.
—Sal. Si te vas ahora, no diré nada.
No hubo respuesta.
—Mira, niña, es más… —El teléfono que Silvia tenía entre las manos comenzó a vibrar.
—¿Es mi celular?
Silvia no respondió. En la pantalla aparecía el nombre Carlos junto a un corazón. Era el chico que la había atendido en la mañana. Silvia no lo dudó.
—¿Hola?
—¿Lo lograste? Ya pasó el tiempo. Vamos para allá.
Silvia no dijo nada.
—¿Ana, me escuchas?
Colgó.
—¿Quién es? ¿Quién era?
—Tus amigos ya vienen para acá. Será mejor que salgas.
Silvia se incorporó y fue hasta la ventana. La motoneta seguía allí. Sus compras también. No se veía ningún automóvil cerca.
—Solo quiero que te vayas, ¿entiendes? —Silvia miró el reloj. Se le acababa el tiempo—. Abre la puerta, toma el dinero, dame mis cosas y vete.
Como Ana no respondió, Silvia intentó entretenerse probando contraseñas. Para su sorpresa, la tercera secuencia fue la correcta: 54321. Revisó las llamadas de la chica, pero no vio nada que pudiera decirle algo sobre ella. Entró a su galería, donde encontró fotografías y videos de la casa.
—¿Por qué tomaste esto de mi casa? —reprodujo un video. Ana había grabado sus plantas y sus muebles. Su cocina. Su recibidor— ¿Para qué carajo quieres esto?
—¡No lo borres! —pidió la chica desde el baño—. Me van a despedir.
—¿Perdón?
—Si no llevo eso, me van a despedir.
Silvia no entendía lo que estaba sucediendo. Se sentía mareada y tenía ganas de tumbar la puerta, sacar a la chica y… No. En realidad, no quería eso. La dejaría allí dentro y esperaría a que la Nostalgia hiciera con ella lo que le viniera en gana.
—Como quieras. Pero no lo llevarás.
—¡Por favor!
Silvia se sentó frente a la puerta y miró su reloj. Faltaba un minuto. Mientras tanto, podía llamar a la policía. En el tiempo que tardaran en llegar, quizá la chica de la tienda todavía no habría hecho nada de lo que pudieran culparla.
Silvia comenzó a escuchar un llanto proveniente del baño.
—Solo quiero irme. No me hagas daño —pidió Ana—. Si borras los videos, me van a despedir. Tenía que venir aquí y grabar. Soy nueva y…
—Mira cuánto me importa.
Silvia borró uno, dos videos.
—Por favor.
Silvia permaneció callada. Los diez minutos habían pasado. Se levantó y marcó el número de la policía. Si se daban prisa… Colgó. Colgó y se dio la vuelta hacia la puerta.
—¿Ana?
—¿Quién te dijo mi nombre?
—Ana, ¿qué estás haciendo?
—Estoy sentada.
—¿Qué más?
—Nada. Solo estoy sentada.
¿Había hecho mal la cuenta? No. Ya había pasado el tiempo. Pero Ana no había experimentado ningún cambio de humor. Su voz tampoco sonaba distinta; no había monotonía, no había exaltación. Era la misma.
—¿Cómo te sientes?
—¿Como me siento?
—Sí. ¿Cómo te sientes?
—Pues, preocupada. Hice una estupidez.
—Ana, tus amigos vienen para acá. Necesito que abras la puerta y que salgas. No llamaré a la policía, ni tampoco a la tienda. —Esta vez, la voz de Silvia sí sonó tranqulizadora, aunque se sentía confundida.
—No te creo.
—Ya lo habría hecho.
—¿No me harás daño? ¿Y el cuchillo?
—Te metiste en mi casa. Ponchaste tu propia llanta. No te encontraba por ningún lado. ¿No crees que tomar un cuchillo fue una reacción normal? ¿Qué habrías hecho tú?
Silvia escuchó que el seguro era retirado y vio la perilla moviéndose. Ana salió del baño. Había llorado, tenía los ojos irritados. Pero fuera de eso, parecía ser la misma chica que había llegado a la puerta.
—Toma —Silvia le entregó su celular.
Ana lo agarró y revisó. Silvia no había borrado todos los videos e imágenes de su casa que estaban en la galería.
—¿Planean robarme o algo así?
Ana negó con la cabeza.
—¿Quieren eso para hacerme daño?
Ana negó con la cabeza.
—¿Entonces?
La explicación no había dejado del todo satisfecha a Silvia, pero la había tomado por verdadera. Ana tenía diecisiete años y aquel era su primer trabajo. En la tienda le habían dicho que en la casa a la que iría a entregar, vivía la mujer más extraña con la que se hubieran topado jamás; que nunca salía, ni sabían cómo era. Que dentro del lugar debía tener secretos terribles. Y un sinfín de estupideces más. Por supuesto, Ana les había creído. Le dijeron que tendría que traer una prueba de que había logrado entrar o que si no la despedirían. A ella le gustaba su trabajo y también le gustaba Carlos. Era joven, tenía la cabeza llena de fantasías y Silvia no se explicaba cómo alguien que había ideado un plan así para meterse en su casa podía ser tan ilusa.
Al final, la dejó ir por un simple hecho: la Nostalgia no parecía afectarla. ¿Por qué? Eso quería averiguar.
Ana permaneció unos minutos más en la banqueta, junto a su moto, esperando. Miraba uno de los videos que había tomado dentro de la casa. Todo era tan normal. Silvia, la joven que vivía allí, no parecía ser la mujer extraña que le habían contado, sin tener en cuenta lo del cuchillo. Ana escuchó un claxon y se sobresaltó. Una camioneta se detuvo junto a ella. Al volante venía Violeta, junto a ella estaba Diego y en la parte de atrás venía Carlos, quien saltó para ir a verla.
—¿Lo conseguiste?
Ana miró su celular.
—No —dijo—. Le pedí que me abriera. Le dije que se me había ponchado una llanta y ni siquiera así me dejó. No la vi.
Carlos emitió un chasquido con la lengua. Diego ya estaba a su lado. Entre los dos cargaron la moto y la subieron a la camioneta. Diego volvió al asiento del copiloto y Violeta arrancó.
—¿Me van a despedir?
—Claro que no —aclaró Carlos, distraído—. Era un chiste, Ana.
—Ah. —La chica sintió que el rostro se le calentaba.
Mientras se alejaban, Carlos clavó su mirada en la puerta que se hacía más pequeña conforme se alejaban. Las compras de Silvia, la chica de la casa, no estaban allí, ni en la banqueta, ni en la moto. Y si no estaban afuera, solo podían estar en otro lado.
Carlos miró a Ana y le sonrió. Ella, algo tímida, le devolvió la sonrisa.