No odio las redes sociales, pero una parte de mí cree que estaríamos
mucho mejor sin ellas. No odio la conectividad a la que estamos
sometidos, pero una parte de mí quisiera tener el poder de echarla
abajo.
Actualmente, me estoy sometiendo a un régimen de
distanciamiento de Facebook e Instagram, las dos redes sociales en las
que más me ocupaba. Durante un tiempo, fue común que subiera varias
muchas historias al día, y me inventaba motivos para hacerlo: desde
recomendaciones, selfies de mí con filtros ridículos, hasta críticas a
cosas que no son de mi incumbencia, como las descripciones de los
usuarios de Tinder —la mía es basura. Y aunque a las personas les
gustaba y este contenido reflejaba—refleja mi personalidad, comenzó a
volverse un hábito: compartir mi día a día, preparar publicaciones
especiales, pensar en cuál sería mi siguiente movimiento, cómo hacerlo
más atractivo y— y cosas que comenzaban a quitarme demasiado tiempo. Y en parte, esta es la cuestión: tiempo. Cuánto de él lo gastamos en redes.
Hace meses que sé que escapo de mis responsabilidades creativas. ¿Por qué
no hacerlo? Para un creador es terrorífico enfrentarse a su tanque de
ideas y darse cuenta de que el contenedor está vacío, o casi vacío. Es
como despertar una mañana y darte cuenta de que el sol es menos
brillante. ¿Cuál es el escape fácil? Yo creo que la respuesta es la interacción. Las
redes sociales nos hacen sentir que estamos haciendo algo, más allá de
sostener un aparatillo entre nuestras manos. Subir una historia y
recibir reacciones y comentarios genera en nosotros una sensación de
¿qué? ¿Compañía? ¿Resolución? A mí, con el tiempo, comenzó a generarme
ansiedad. Tomar el celular para ver si había nuevas notificaciones,
aunque supiera que no, era mi pan de cada día; entrar a Instagram a ver
historias y nuevas publicaciones, a Facebook para interactuar con cuanto
pudiera. Tenía que hacerlo. Mis manos querían ocuparse en ello. Mi
tiempo quería desvanecerse en la red.
Antes, cada que comenzaba un
proyecto nuevo con mi mejor amigo, sentía que teníamos que ponerlo en el
mundo a través de una cuenta de redes sociales, creando la sensación
de que estábamos haciendo algo, de que era más real. Cuando creamos nuestro
canal de YouTube, teníamos también la cuenta de Twitter, que se mantuvo
inactiva durante un año, porque el proyecto no inició. Cuando quisimos
hacer una serie, creamos el Tumblr de uno de los personajes: ahí sigue.
Zelda aún busca pizza. ¿No sería sensato primero tener algo que
mostrarle al mundo, antes de poner el medio a través del cuál hacerlo?
Generalmente, así funciona. Tienes algo que ofrecer y después lo ofreces. Para
sacar el tráiler de una película, ya hubo todo un proceso detrás. Años
de planeación, quizá. No sacas el tráiler sin tener idea si quiera de lo
que vas a contar.
La dopamina es la hormona de la recompensa, que
nos hace sentir felices cuando obtenemos un «premio»: una muestra de
afecto, como una sonrisa, o varios me gusta en una fotografía. Pero,
como con Skinner, hay una segunda parte a la recompensa: el
castigo. Las redes sociales actúan como un medio a través del cual
obtenemos la aprobación que podríamos conseguir cuando, en el mundo
offline, alguien nos felicita por un trabajo bien hecho, nos da un beso o
nos abraza. Es un condicionamiento bastante sencillo: Subimos algo a
redes, a la gente le gusta y eso da en nuestras expectativas. ¿A quién
no le gusta una buena dosis de dopamina? Repetimos el proceso para
conseguir más y más. El problema viene cuando la aceptación ya no es la
esperada.
Compartimos nuestros logros para recibir elogios, nuestros
momentos en compañía de nuestros amigos para… ¿Para qué? Una historia
dura 24 horas. Después de eso, se va al archivo y aunque lo puedes
recordar meses, un año después, ¿cuál es el punto? ¿No se puede hacer lo
mismo tomando una fotografía y guardándola para ti y los que estuvieron
presentes? ¿Por qué queremos que los demás lo sepan? ¿Por el
reconocimiento? Seré duro conmigo mismo: yo sí lo comparto por eso, no
hay más. Estoy en este lugar, pasándomela genial. Quiero que los otros
lo sepan. En realidad, no quieren saberlo. Poco le importa a la mayoría;
quizá a quienes sí les resulta relevante están allí o ya saben donde
estoy y me desearon que me la pasara increíble o les mando una foto
exclusivamente a ellos.
Compartimos nuestras conversaciones privadas y
le hablamos a la cámara. Subimos contenido con voces agudas, al
despertar. ¿Cuánto tiempo ocupas en tu celular al abrir los ojos? Yo, al
menos entre diez y veinte minutos. Le pedimos a los demás su opinión,
recomendaciones, decimos frases sin sentido… ¿Cuál es el punto?!Mientras escribo esto, voy a las historias de mis amigos y siento que
cada vez me pierdo más. Me topo con una y con otra y otra y no encuentro
una razón por la cuál estén subiendo lo que suben. Solo de una persona
lo entiendo; luego dos. Pero sigo y sigo y sigo: conciertos a los que
fueron, eventos como carreras o una fiesta de disfraces, sus perros,
plantas con el clima a un lado. 24 °C. ¿Por qué? Preguntas sobre una
gripa. Felicitaciones de cumpleaños públicas. Explicaciones
innecesarias. Comida. El alcohol que tomarán.
Mi crisis comenzó
cuando subí una historia con el texto «Se busca charla». Fue cuando supe
que había llegado a un punto de solo estar buscando perder el tiempo;
un motivo para seguir conectado. Fue entonces que me dije que tenía que
detenerme. Desde ese día, 8 de octubre, hasta hoy en la mañana que
escribo esto, 28 del mismo mes, solo he subido nueve historias: Una
invitación a que escuchen un programa de radio, dos respuestas a una
historia en la que me etiquetaron —no estuvo justificado—, compartí una
fotografía en la que me etiquetaron —que solo compartí porque allí estaba yo, haciendo algo—, dos fotografías mías subidas a otros perfiles, dos
anuncios de entrada de blog y una publicación que subí a mi cuenta de
fotografía. El día 8 de octubre, subí seis historias: el trabajo de una
artista que descubrí y me encantó, una conversación privada, una
invitación a escuchar el programa de radio, dos memes y la invitación a
iniciar una charla. En un día, seis. Después, en veinte, solo ocho. Es
un avance. ¿Cuánto has subido hoy? ¿Ayer? ¿En esta semana?
Como dije,
no odio las redes sociales, ni tampoco el contenido que en ellas se
comparte. Estoy a favor de lo que a los demás les haga felices, a favor
de lo que me haga feliz, y mi cuestionamiento llegó por mi parte de
narrador, no de amigo o conocido. ¿Sabías que Instagram, YouTube y
muchas otras aplicaciones tienen una función que te avisa cuando ya
pasaste determinado tiempo en ellas? Instagram me avisa cuando ya estuve
una hora dentro de la aplicación; YouTube hace lo mismo. Voy a mi
actividad diaria y el promedio de tiempo que paso actualmente en
Instagram es de 10 minutos al día, medido desde el martes pasado hasta
hoy lunes. El día que más tiempo estuve dentro de la aplicación fue el
domingo 27, durante 19 minutos. Ahora mismo me parece una exageración.
¿En qué más podría haber invertido esos minutos?
En mi cuenta de
fotografía, hoy lunes es el día que más tiempo he ocupado, con 28
minutos. Y a penas son las 9:00 hrs. Me levanté a las 7:00 hrs. Un
cuarto de mi tiempo despierto lo he pasado en Instagram.
Hago una actualización de este texto el día de hoy, domingo 3 de
noviembre: Mi promedio diario es de 4 minutos en una cuenta y de 27
minutos en otra —tiempo que aumentó, presumiblemente, porque pasaba
largo rato usando la aplicación para una charla.
La
conectividad es una gran herramienta, no lo voy a negar. Sin ella, mis
fotografías o este mismo blog no llegarían más allá de mí y de mi
círculo más cercano; comencé escribiendo historias en internet y conocí
personas maravillosas allá por el 2009, 2010; cuando me mudé y tenía a
pocas personas con quienes hablar, internet fue mi refugio. Soy un niño
del mundo virtual. Despreciar Internet sería como despreciar mis raíces.
Sin las redes sociales, el trabajo de muchísimas
personas con un talento increíble se las vería difíciles para recibir
reconocimiento Internacional; me he topado con muchísima inspiración a
través de la exploración de cuentas, de las recomendaciones de amigos y
conocidos. Con algunas personas solo mantengo contacto a través de
internet y para aquellos conocidos que están lejos, de vez en cuando me
alegra saber que les va bien. Pero, ¿alguna vez te has preguntado a
cuánta gente realmente le importaría tu vida, cuántos te preguntarían
cómo estás o qué haces o si quieres salir si no vieran tus constantes
actualizaciones en tus cuentas? Te invito a hacer el experimento. Deja
las redes sociales una semana, tal vez dos. Cuenta cuántas personas
están interesadas en ti y a la vez, cuántos otros siguen pareciéndote
interesantes.
Somos personas ocupadas. Si resulta que decides tratar y
en esa semana nadie viene a ti, no creo que sea personal. A veces es
más fácil ver una historia y reaccionar para demostrarle a los demás que
estás allí que mandar un mensaje porque sí y preguntarles a los demás cómo les va.
Las redes sociales nos han ayudado a mantener un trato más constante,
pero menos directo. Como nos enseñó Eternal Sunshine of the Spotless
Mind: «Hablar todo el tiempo no es necesariamente comunicarse.» Subir
contenido todo el tiempo no es necesariamente comunicar.
Esto me
lleva a la conectividad y me veo obligado a traer de vuelta a la mente
Messenger —el original, no el de Facebook—: Windows Live Messenger. La
época en la que iniciábamos sesión con un correo y le avisaba a nuestros
contactos que estábamos en línea; cuando podías personalizar tu usuario, los
caracteres, la interfaz. Fue una época dorada. ¿Por qué? Por la jodida
privacidad. Si querías, podías iniciar sesión y no aparecer en línea u
ocupado: verde, anaranjado o gris. Esos eran los tres estados de la
Conexión. Ahora, estamos allí todo el tiempo. Pueden alcanzarnos todo el
tiempo. Saben que no les respondes. Y aunque se puede desactivar si los
leíste o no, lo mismo que la última vez que estuviste en la aplicación,
parece que no hay escapatoria. (Un nuevo día; Martes 29) Puede que yo
tenga algo y no me guste dejar a las personas sin responderles —no a
todas; perdón a aquellos que no les respondo por días, pero eso
significa que confío en ustedes y que nuestra conversación va más allá
del momento—, o puede que sea un síntoma común.
«This is SOOO virgo.
Neta es algo que (al menos a mí) no me había preocupado en absoluto 😅
por qué te molesta? No es que les debas una respuesta porque estés
online.»
Vaya, tiene razón. No les debo una respuesta, pero tampoco me gusta ignorar nada más porque me viene en gana.
Lo
que me incomoda es la facilidad con la que las personas te pueden
encontrar, alcanzar. Estás a un mensaje de distancia de todos; y ni
siquiera un SMS. Hay tantos canales instantáneos por los cuales podemos llegar a alguien: WhatsApp, Line, Telegram, Messenger, Instagram. Es
frustrante y a la vez, muy útil. ¿Unas por otras?
¿Cuántas de las
personas que te felicitaron en tu cumpleaños pasado crees que lo
hicieron porque recordaron el día y cuántas crees que lo hicieron porque
Facebook se los avisó? ¿Cuántas se tomaron el tiempo de llamarte, de
cantarte por teléfono o simplemente hacerte escuchar directamente de su
voz sus buenos deseos? ¿Cuántos te felicitaron en una publicación de
Facebook, cuántos por mensaje en WhatsApp?
Alguna vez leí que
WhatsApp es un servicio de mensajería instantánea, no una sala de chat.
¿Cuántas veces hablas con alguien porque tienes algo que decir y cuántas
solo porque sí? Creo que este segundo punto es más común entre parejas,
o al menos, a mí me sucedía en mi anterior relación: todo el tiempo nos
estábamos mandando mensajes y ahora me pregunto, ¿qué nos decíamos
durante todo el día? ¿Una persona tiene tanto que decir? Es diferente
mandarle un mensaje porque sí a alguien para saber cómo está y desearle
un buen día a intentar mantener a flote una conversación durante horas y
horas y horas, por días y días y días, mes tras mes, por años. ¿Y tú qué tal vas con eso? ¿Hablas porque tienes algo que decir? ¿Sufres de tener que mantener la conexión?
El
mundo en el que vivimos puede ser aterrador. Para el siglo XX, ya somos
una película de ciencia ficción y ni siquiera sé qué tan buena. Al menos, se supone que al día de hoy, ya vivimos en Blade Runner.
El
tiempo sucede y los niños del mundo virtual lo dejamos deslizarse por
debajo de la puerta. Cuando me obligo a dejar las redes, me doy cuenta
de todo el espacio que tengo en mi día. ¿Qué te gusta hacer? Yo adoro
narrar, crear. Generalmente, el tiempo que ocupo moviéndome de acá para
allá lo ocupaba entrando a redes sociales y ahora intento dejar el
celular y mirar por la ventana, escuchar música y dejar que mi mente
haga lo que tiene que hacer: viajar por las infinitas posibilidades.
Grandes ideas me han llegado así. ¿Qué tal si lo intentas? Lleva un
libro contigo, una libreta: garabatea en lugar de mirar qué están
haciendo los demás en sus cuentas, en lugar de tuitear o subir una historia sobre Lo
Que Sea. Invéntate una historia. Observa a las personas y piensa en cómo
serías si las conocieras; cuenta del 1 al 100000, haz lo que te plazca,
pero lejos del celular. Una semana, quizá. Dos. ¿21 días?
Y no
sugiero que repudies las redes. Que no te les acerques. Pero hazlo menos
y no porque no tengas nada más que hacer. Podrías destinar cierto
tiempo al día. Yo estoy manteniendo una conversación con una persona
exclusivamente por instagram, pero solo entro a responder y no a revisar
todo el feed hasta que me digan que «Estoy al día». La invitación es a
que se reduzca el uso, no a la abstinencia. En este punto, la vuelta
hacia atrás es difícil. Y tampoco es que se deba hacer: el mundo virtual
es un excelente espacio para conocer y compartir, aprender y
expandirse.
Solo, volvamos un rato a lo análogo y que lo digital sea una herramienta, no un estilo de vida.
Ahora, un pequeño anexo:
Escribí esta entrada durante varios días, y entre ellos me encontré un artículo de i-D en el que hablan sobre que las redes sociales no son malas para los adolescentes. El artículo gira en torno a un estudio publicado en agosto de este año en el que se entrevisto a alrededor de 2000 jóvenes, de entre 10 y 15 años, y se realizó un seguimiento de los hábitos de uso del celular de estudiantes de Carolina del Norte. El estudio, enfocado a enfermedades mentales, no encontró relación alguna entre el uso de las tecnologías y repercusiones negativas en las mentes de los analizados, en realidad, todo lo contrario: aquellos chicos y chicas que se comunicaban frecuentemente por el celular durante el estudio, resultaron sentirse menos deprimidos que aquellos que se comunicaban menos a través de este medio. Para mí, este no es un punto positivo. Depender del celular para evitar depresión no me suena a una alternativa.
“Es posible que sea hora de que los adultos dejen de discutir sobre si los teléfonos inteligentes y las redes sociales son buenas o malas para la salud mental de los adolescentes y empiecen a encontrar formas de apoyarlos mejor en sus vidas fuera de línea y en línea.”
Esto no está directamente relacionado con la entrada, pero escuchaba “Daydreamer” de Aurora y esta parte me encantó:
Then we become night time dreamers
Street walkers and small talkers
When we should be daydreamers
And moonwalkers and dream talkers
And we become night time dreamers
Street walkers, small talkers