El síndrome del impostor es sumamente común. De acuerdo a la autora del libro Cómo superar el síndrome del impostor, Aida Baida Gil, quienes lo padecen «tienen la sensación de no estar nunca a la altura; de no ser lo suficientemente buenos, competentes o capaces; de ser impostores, un fraude» (via). Según la doctora Valerie Young, 7 de cada 10 personas han sufrido de este trastorno alguna vez en su vida (via); personalmente, me ha causado muchos altibajos últimamente.
Cuando comencé a hacer fotografía, en la universidad, creí que sería algo medianamente sencillo; ¿qué podía haber de complicado en poner a alguien o a algo frente al lente y apretar un botón? Bastante, de hecho. Tras varios años, por supuesto, esta práctica se ha ganado mi respeto y admiración; quienes se dedican a ella, deben convertirse en maestros de la luz y de la composición en aras de conseguir una imagen que se sienta correcta, estética, agradable a la vista. En muchas ocasiones, las personas que se dedican a la fotografía deben servirse de otras herramientas —Lightroom, Photoshop— para convertir su imagen en crudo en algo mucho más… cercano a su visión, o a la de otros. Es aquí donde comienza nuestra historia. Donde el síndrome se apodera de la situación.
En mi trabajo, hasta hace relativamente poco, mis funciones quedaban fuera del ámbito de la fotografía; hacía video, sí, pero es un área con la que me siento cómodo, con la que tengo experiencia. Aunque las mentalidades del videógrafo y del fotógrafo sean similares, no debemos pensar que son la misma. Hay fotógrafos que no se adentran en el terreno del video, y videógrafos que no se internan en el campo de la fotografía, a pesar de que en ambos casos se trabaje con luz, con cámaras, con sujetos. Pero, me estoy desviando; por una u otra razón, ahora tengo la responsabilidad de tomar la cámara y capturar imágenes fijas, con un enfoque comercial —para un cliente que busca un objetivo en específico, que es vender. Esta tarea se me ha complicado bastante, por no decir demasiado. Particularmente, me ha llevado a explorar herramientas con las que, durante mucho tiempo, mantuve distancia —el ya mencionado Photoshop. Aunque sé que hay una curva de aprendizaje para todo, me detengo, en ocasiones, a preguntarme si no seré yo el problema. Si las cosas no quedarán simplemente aceptables debido a que en mí hay una falta de capacidad; una falta de visión que me impide lograr aquello que otros fotógrafos y fotógrafas sí son capaces de hacer, y con relativa facilidad. Por supuesto, pareciera que quiero ser un experto de la noche a la mañana, y, sí, me exijo un poco de eso. Pero, a nivel profesional, ¿es lo mínimo que se espera, no es así? ¿Cierto grado de perfección?
Este dilema me ha llevado a cuestionarme para qué soy bueno en realidad, y qué soy capaz de hacer. ¿De verdad puedo dedicarme a hacer video, o fotografía? ¿Siquiera soy capaz de decir que soy bueno en redacción, que tengo una prosa interesante —detesto esta palabra; es tan ambigua? ¿Qué más puedo hacer, si pierdo esas dos capacidades, o si las descarto como algo que, supuestamente, forma parte de la definición de mi persona?
En resumen, este tren del pensamiento encuentra su última parada en una estación que lleva por nombre «Bueno Para Nada». O, expresado de una manera mucho más poética, a través de la canción “C’mon” de Panic! At the Disco y fun., “I am a man of many hats / Although I never mastered anything” —«Soy un hombre de muchos sombreros / Aunque nunca he dominado nada».
Durante mucho tiempo, me he sentido incapaz de cobrar por mi supuesto conocimiento en la fotografía, ya sea a particulares que quieren mi trabajo para redes sociales, o para personajes más establecidos que terminan por no usar lo que tomé para ellos. ¿Por qué? Porque todavía me considero un practicante. Alguien que les hará perder algo de su tiempo mientras encuentra el ángulo perfecto, la luz ideal, la posición adecuada; al no cobrar por mis servicios, no pueden exigirme, a cambio, un nivel que no siento que poseo. Es un seguro para justificarme a mí mismo y a mi falta de experiencia, a mi laguna mental que parece cada vez más seca.
El síndrome del impostor se presenta en menor medida con la escritura, donde me siento un poco más seguro, aunque no pof eso considero que algo de lo que haga valdrá la pena; a pesar de que sé que poseo cierta habilidad para la forma —ortografía, por ejemplo—, siento que carezco del fondo; que no tengo una voz definida capaz de expresar ideas que conecten con quienes están dispuestos a leer algunas de las palabras que junto en oraciones, luego en párrafos y más tarde en páginas. ¿Qué tengo que decir yo, en realidad, comparado con otros? ¿Qué hay de relevante en—? Dejémoslo allí, que el punto de esto no es causar lástima; en realidad, vengo con la intención de lo contrario. De intentar darme la mano a mí mismo y ayudarme a caminar por este camino. A mejorar. La única manera de ser mejor, es practicar.
Desde hace mucho, no tomo fotografías para mí, de algo que me haga feliz, de un concepto propio —las últimas fueron en un bosque, en compañía de mi buen amigo José Manuel. En parte, no lo he hecho porque carezco del tiempo necesario; en parte, por desconfianza, porque temo lo que pueda encontrar —o no— si lo intento con más ganas. Pero, no puedo tener miedo ni sentirme desconfiado para siempre. No si pretendo hacer algo con esto.
Entonces, a partir del próximo año, me gustaría intentarlo más en serio. Ganar confianza, sin perder un poco de ese síndrome del impostor que, si me preguntan, nos ayuda a mantenernos humildes. A siempre buscar ir un poco más allá.
Si te gustaría que intentemos algunas fotos el próximo año (2023; libre de cargo, por supuesto) o cuando sea que estés leyendo esto, siéntete con la libertad de escribirme al Instagram @kevingorian o @kevgorian.