Elisabeth Noelle-Neumann diseñó la espiral del silencio y, en resumen, con ella nos explica que las personas con una opinión contraria a la dominante suelen callarse sus palabras por miedo a que la sociedad las excluya.
Pongamos este ejemplo: una multitud se reúne para apedrear a alguien que cometió, ante sus ojos, felonía. Cerca, una persona permanece mirando, y cree que lo que están haciendo es incorrecto: no participa, pero tampoco se pronuncia en contra, por temor a que la ira se revierta y también le toque parte del castigo. Esta persona es un agente sometido ante la verdad de la mayoría, que no puede expresar sus propias opiniones.
Otra clase son aquellos que, sin creer realmente en una idea, se unen a ella solo para pertenecer a un grupo. Toman la piedra y la lanzan, aunque no piensen que es lo correcto.
Para los sometedores, es algo como: «Si no piensas como yo, estás en mi contra.»
Este comportamiento iracundo de la idea dominante es común en los comentarios de las redes sociales, donde las personas dejan sacar su verdadero ser, al no exponerse físicamente: pueden insultar a quien quieran, al fin y al cabo, su vida está en otro lado ―¿lo está?
El caso más reciente de esto es el del asaltante golpeado por varios hombres dentro de la combi. A cualquiera que comentara que no le había parecido correcto, le llovían un sinfín de respuestas absurdas, insultos y demás, por pensar de manera contraria a lo que la mayoría consideró un acto de justicia.
A mí no me pareció bien lo que hicieron.
En el blog, suelo escribir ideas que pueden resonar con la mayoría. No porque desee complacer, sino porque así pienso. Sin embargo, también suelo dejarme aplastar por la espiral de ideas dominantes y prefiero callar mis pensamientos.
Hoy decidí compartir lo que creo sobre internet, la cultura de la cancelación y la democratización de la opinión.
Internet tiene una cualidad peculiar que a veces olvidamos que está allí: permanencia.
Creciendo con el internet, se me llegó a advertir que tuviera cuidado con lo que ponía en línea, porque permanecería allí (aquí) para siempre. Internet es, de cierto modo, la caverna donde nuestra generación plasma con los dedos sus rituales de caza: estas palabras son mis pinturas rupestres. Quizá, en un futuro, alguna civilización mucho más avanzada mirará hacia atrás y verá nuestra actual forma de comunicación como algo básico y, hasta cierto punto, absurdo.
Pareciera que la cualidad de permanencia del internet le otorga al ser humano una propiedad que, por naturaleza, por ley universal, no es parte de su ―nuestro― sistema: inmutabilidad. Lo inmutable es aquello que no puede ser cambiado ni alterado. El constante cambio es fundamental para el funcionamiento de la vida. O, poniéndolo en otro término, me refiero al movimiento.
Heráclito dijo que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, o, en otra versión, que ningún hombre (entiéndase hombre como ser humano) puede cruzar el mismo río dos veces, «porque ni el agua ni el hombre son los mismos.»
De acuerdo a Aristóteles, solo existe una pieza en el engranaje del cosmos que carece de esta particularidad, del constante cambio: el primer motor inmóvil. Aquel o aquello que puso en marcha «la rueda» de la existencia. Fuera de esta sustancia o entidad estática ―lo que dio el primer empujón―, todo lo demás en el universo está en constante movimiento: la tela del espacio-tiempo se expande ―y quizás en algún momento se contraiga―, las galaxias giran, la luz viaja, los planetas rotan, los soles generan energía, las plantas crecen, el mar tira y afloja, los seres humanos― bueno, se entiende el punto. Años después, Santo Tomás de Aquino utilizó el argumento de Aristóteles como prueba de la existencia de Dios, pero eso no es algo que nos incumba ahora mismo.
Lo inmóvil, lo inmutable, es lo divino ―y hasta el dios judeocristiano sufre cambios de personalidad entre el Viejo y el Nuevo Testamento.
A pesar de que, de acuerdo al filósofo, solo existe una pieza estática en el juego, internet parece no opinar lo mismo, o no comprender la complejidad de la mente humana y sus transformaciones. Las ideas, por supuesto, también viven sometidas a esta ley universal del cambio. Lo que piensas hoy, puede que no lo pienses mañana, y en lo que creíste hace diez años, puede no ser en lo que creas ahora.
Me serviré de otro ejemplo de la antigüedad para ilustrar mi punto, arriesgándome a, a partir de aquí, estar cometiendo una falacia: la Paradoja de Teseo. ¿Cuando a un objeto se le reemplazan algunas o todas sus partes, sigue siendo el mismo?
Esta leyenda cuenta que los atenienses conservaron el barco de Teseo hasta los tiempos de Demetrio de Falero, cambiando las partes que se dañaban por otras de madera mucho más resistente. Y así, con el paso de los años, el barco… ¿Dejó de ser el mismo o continuaba siendo la nave en la que Teseo navegó los mares? Depende de a quién le preguntes. Algunos podrían decir que, en esencia, es la misma cosa; otros argumentarán que la identidad del navío se encontraba en sus tablas, pues las reemplazadas no son las que flotaron en el mar salado.
A lo largo de la historia, ha surgido este mismo cuestionamiento con otros ejemplos. Yo pretendo, con esto, acercarme a la cultura de la cancelación.
Internet ―creo que ya lo he mencionado en varias ocasiones― es un maravilloso terror. Por un lado, le ofrece a las personas la posibilidad de romper, de cierto modo, sus limitantes espaciales y temporales. Por otro, nos hace sentir que nuestra opinión es importante y que vale lo mismo que la de los demás. Déjame decirte algo: que tengas acceso a la web no hace que tu opinión valga más o valga menos. Hay otros factores que entran en juego, como la especialización en ciertos temas, los códigos de conducta con los que fuiste educado o educada y bla, bla, bla.
La «democratización» de la opinión es absurda y, a la vez, una bendición. Como dirían comúnmente, no es la herramienta, sino el cómo se usa. Con la popularización de las opiniones y calificaciones ―por ejemplo IMdB y la posibilidad de que el público califique películas, o GoodReads y su sistema para que lectores le den tantas estrellas a un libro―, todas las personas se han convertido en críticos y críticas. O lo que es peor, a todos y todas se nos han otorgado un mazo y un hacha, para que juguemos a ser jueces y verdugos, como si de verdad tuviéramos la capacidad de juzgar a los otros ―he aquí la ironía en esta entrada del blog.
Las palabras tienen poder y usarlas sin responsabilidad es terrible. Como dice esa canción de The Oh Hellos, “There will come a poet/ Whose weapon is his word/ He will slay you with his tongue, o lei o lai o lord.” Pero no, no estoy diciendo que cada persona capaz de tuitear sea poeta, pero sí tiene la capacidad latente de «asesinarte con su lengua.»
Muchas veces, puede resultar impredecible el comportamiento de una tenencia. Un tuit cualquiera puede ser retuiteado un millón de ocasiones y cuando te lo topas, podrás preguntarte qué hizo que se viralizara si solo habla de pizza con o sin piña. Relatable content, supongo yo ―o un absurdo escapa de la realidad, pues nuestra vida se ha vuelto una parodia de actos físicos y digitales. Lo más básico y mundano suele resonar en la mente de todos nosotros. Entonces, la «masa digital» se hace presente. Y esa misma «masa digital» es la que toma el valor irracional para dar su aprobación o desaprobación, muchas veces no solicitada, sobre un tema cualquiera ―te has de haber enterado de lo que sucedió con la película Mignonnes.
Entra a Twitter y ve qué está en tendencia. Muy posiblemente te topes con que están cancelando a alguien nuevo el día de hoy, o que se están quejando de una nueva Lady o un nuevo Lord, o que tal película no expresa los ideales de cierto sector de la sociedad, o que esa palabra está mal empleada, o que ese nuevo término del que no tenías idea, deberías haberlo incluído en― a lo que sigue.
Puede que estas denuncias sean legítimas y que internet se esté usando como una herramienta para hacer un cambio positivo en la sociedad ―aunque en realidad, tuitear algo no te hace un héroe; deja de lado el complejo y la serotonina que te ofrece el sentir que hiciste algo bueno por el mundo al retuitear esto o aquello.
Nadie puede negar que, por ejemplo, compartir mil veces la imagen de una persona desaparecida o de un imbécil que se propasó con alguna chica, realmente puede lograr algo; que el cántico de mujeres que claman por justicia porque las están matando, es algo que debe ser escuchado. Tenemos muchos ejemplos de «historias de éxito» en lo que a la cultura de la cancelación se refiere. Ocasiones justificadas. Denuncias reales; campañas que merecen resonar en cada rincón de este sitio maldito que es la web.
Este es el lado positivo de la herramienta, donde viven quienes saben blandirla con lógica.
Sin embargo, también somos unos reverendos ignorantes al momento de ponernos manos a la obra y traer al presente los errores del pasado de alguien a quien ni siquiera conocemos, o a la hora de defender con fe ciega a un ser humano que bien podría ser la peor escoria del planeta.
En internet, aparentemente, el tiempo no pasa.
Cuando no ves ni hablas con una persona durante un periodo prolongado, digamos, años, su imagen permanece inalterada en tu mente. «Le gustaba escuchar música punk, las paletas de fresa y vestir de morado.» Nuestra mente es una perfecta cápsula del tiempo; aunque cambia, le es muy difícil aceptar la transformación ―puede que esto sea una generalización caprichosa por mi parte. El día en que vuelves a toparte cara a cara con ese ser humano que permaneció inmutable en tu mente y descubres que ahora detesta el punk, prefiere la mora azul y que su color favorito es el rojo, hay un cortocircuito. A mí me han echado en cara cosas así. «Antes eras tal, y te gustaba hacer cual.» Es cierto. Antes. Cambiamos. En este sentido, aludiendo a Schrödinger, el barco de Teseo es y no es el mismo.
Lo que aplica con los gustos, también podríamos aplicarlo a los errores.
Me usaré de ejemplo. Como muchas personas de mi generación, crecí con ciertos estereotipos que tuve que ir deshaciendo con los años, al conocer nuevas personas y formas de ver el mundo. No culpo a las personas que me los enseñaron, ni el entorno en el que estábamos ―con orgullo puedo decir que me he criado en una familia bastante abierta que no me educó con una mente cerrada ni me impuso ideas viejas y ridículas; siempre me han dado la opción de elegir y apoyarme en mis decisiones, por más contrarias que sean a lo que ellos creen―; a veces, podemos ser víctimas de las circunstancias. Aquí es donde Jean-Jacques Rousseau vendría a decirnos que el hombre nace bueno y que es la sociedad la que lo corrompe, lo que nos hace pensar en la sociedad como un ente independiente de los seres humanos ―y, de cierto modo, lo es; la sociedad es una «masa» con sus propias ideas y comportamientos.
Me he reído con y he contado chistes machistas, lo mismo que racistas y que ofenden a una o varias religiones. Me he dejado llevar por estereotipos relacionados a la nacionalidad o sexualidad de las personas, así como también he sido culpable de mil y un faltas por las que, si tuviera presencia en internet o si mis amigos fueran otros, merecería ser cancelado y azotado con los látigos virtuales de todos aquellos jueces y verdugos que se toman su «trabajo» demasiado en serio.
¿O lo merecería?
El otro día hablaba con mi mejor amigo sobre la terrible huella que dejamos en internet y que, actualmente, tenemos que cuidar todo lo que decimos. No sé si en algunas de mis cuentas de Twitter haya algo con lo que se me pueda acusar de xenófobo, racista o machista. Quizá en el registro de las mentes de algunas personas sí que haya pruebas. Sin embargo, si puedo mirar hacia atrás y aceptar esas cosas como errores, significa que la ley inmutable del universo ha actuado sobre mí: he aprendido y he cambiado. Esta es una fabulosa cualidad humana que la «masa digital», en su ira, olvida que existe. O tal vez no y solo lo hace a propósito.
Una voz sola puede no ser importante, a menos que se encuentre en una cueva donde haga eco. En una ciudad, puede pasar desapercibida. Pero cuando más voces se unen a la primera, el ruido comienza y se gesta una verdad. A fin de cuentas, ¿qué es la verdad? Es solo un convenio social. La mayoría dicta qué está bien y qué está mal, qué es cierto y qué no, y a eso lo llamamos verdades y leyes.
Me gusta usar el ejemplo de daltonismo: si de pronto, más de la mitad de la población mundial se volviera daltónica, este padecimiento y los colores que se perciben a través de él comenzarían a ser la verdad.
Hace años, las brujas existían, y era imposible volar por el cielo. Hace años, se consideraba que la mujer era inferior al hombre y esto se tomaba como una verdad. Lo mismo sucedía con las personas negras o cualquiera que no fuera blanco. Todavía podemos ver remanentes de estas ideas, cánones de su tiempo, en nuestros días. Ya no son verdad. Sin embargo, la sociedad en algún momento decidió que lo eran, así como también lo era casarse a una edad que ahora escandalizaría a cualquiera, y otro sinfín de doctrinas que el día de hoy parecen propias de una distopía porque la mayoría ya no está de acuerdo con ellas ―ni deberían o no deberían estarlo, solo se trata de evolución.
Así pasa con cada aspecto de la existencia del ser humano, inclusive con el lenguaje. Ha cambiado y ahora, ponerle tilde a «sólo» ya no es correcto. Y quizás algún día, se agregue al español un género neutro, si la mayoría llega al acuerdo de que es lo necesario y lo transforman en una nueva verdad.
Pero, me estoy yendo por las ramas.
Cuando varias voces se juntan para crear una verdad, es allí donde llega el problema, porque puede que esa verdad sea una simple irracionalidad producto de la ira de un colectivo, que ignora el paso del tiempo como un factor relevante.
Este argumento se ha usado en muchas ocasiones y lamento si ya te cansaste de él ―si tienes algún argumento en contra, me encantará leerlo en los comentarios―: contextualización de los hechos. Durante la Edad Media, la caza de brujas era algo habitual, celebrado y deseado. La gente verdaderamente creía en la existencia de estos seres y solían atribuir estas cualidades a las mujeres que se salían de las reglas establecidas. Ahora mismo, lo vemos como un acto espantoso. Y desde mis ojos del siglo XXI, por supuesto, lo era. Pero, ¿cómo habría sido si me hubiera encontrado allí? Por supuesto, no habría tenido la mentalidad que tengo ahora. Quizá hasta habría formado parte de la muchedumbre que se acercaba a mirar y a gritar.
Muchas de las cosas producidas en los 90’s y principios de los 2000, son juzgadas con ojos contemporáneos: recuerda que ya han pasado, al menos, dos décadas. «Eso está mal por esto y por aquello», «Oh, no, ese chiste. Cancelen a la persona y arruinen su carrera.» ¿Lo peor? Que esta cultura tiene memoria de la generación a la que pertenece. ¿Tú te puedes acordar de aquello por lo que «luchaste» con tu valiente comentario en el 2018? Si sí, me pongo de pie y te aplaudo. Las «causas justas» ―entiéndase con esto las nimiedades por las que internet suele debatir― tienen fecha de caducidad. Con esta sociedad de la inmediatez, todo va y viene, movido por los hilos de los intereses colectivos. Trabajamos bajo los dobles estándares de la conveniencia.
Del pasado se aprende, y si se mira hacia atrás y se aceptan los errores, significa que ya no podemos cruzar el mismo río, porque este ha cambiado y nosotros, nosotras, también.
¿A qué voy con esto? Que si te vas a enojar porque en el 2000, 2005 o 2007 alguien hizo un chiste indebido o un comentario fuera de lugar y quieres destruir toda su vida por ello, desde mi punto de vista, te falta perspectiva. Esto mismo aplica al querer defender a una persona que cometió una falta ―dañando a una o más personas― y que, por tal o cual razón, sabemos que podría volver a cometerla.
Por ejemplo, James Gunn. A pesar de toda la campaña que se hizo contra él, Disney lo despidió y un año después, lo contrató de nuevo. Ayer (23 de agosto del 2020), muchas personas aplaudieron su trabajo en The Suicide Squad ―mientras que otras todavía señalan sus errores del 2008 y del 2010. Quiero llegar a que el James Gunn de esos años probablemente sea un idiota, y también a que ahora, 10 años más tarde, el hombre haya tenido oportunidad de reflexionar sobre las estupideces que dijo o que escribió, en un tiempo donde la comedia y actitud no eran tan escrupulosas. ¿Eso lo convierte en un horrible ser humano que merece ser enviado a todos los infiernos de todas las religiones? No. Pero, hasta donde sabemos, sus faltas fueron pequeñas. Comentarios aislados. Puede remendar sus fallos. Explora tu mente y dime cuántos pensamientos negativos has tenido. No eres ningún santo ―nadie lo es; yo tampoco.
Sin embargo, personas como Harvey Weinstein, por poner otro ejemplo, jamás merecerán perdón ni clemencia. Y en ejemplos más pequeños, hay quienes defienden sin razón a personalidades solo porque les agradan. Katy Perry fue acusada de acoso sexual por el actor de uno de sus videos y por una presentadora y, ¿quién sigue hablando de ello? Cuando el fanatismo de algunos se antepone a la justicia, ¿cuál es el punto? Seguimos creando verdades a conveniencia ―no digo que Kary Perry sea culpable ni inocente, solo la uso como ejemplo por la cantidad de seguidores capaces de defenderla.
Con lo anterior, sobre James Gunn, no quiero decir que los errores no deban ser señalados. Adelante. Hazlo; trae a la luz el pasado y prueba a los demás ―y si puedes, pruébate también a ti mismo, a ti misma. Lo que quiero decir es que tras acusar a alguien por una falta corregible, escuches lo que tiene que decir, y averigua si sigue pensando como antes. ¿Volvería a decir lo que dijo, a compartir lo que compartió? En consecuencia, el castigo debe ser igual al crimen, y algunos crímenes no son tan terribles como queremos hacerlos ver. Si a ti te sucediera, ¿te gustaría tener la oportunidad de decir que eres una persona distinta? A veces, esta oportunidad es negada, por la apabullante violencia de internet.
Entonces, tras años de obtener nuevas ideas, de reflexionar, ¿el barco de Teseo sigue siendo el mismo? Lo es y no lo es. No puede cambiar lo que fue, pero ahora tiene piezas nuevas que lo ayudan a navegar mejor.
Si tú puedes mirar hacia atrás y no encontrar ninguna actitud de la que te arrepientas, existe la posibilidad de que, uno: sigas teniendo comportamientos desagradables que no has podido superar; o, dos, que la mentalidad que tenías hace diez, quince años, estaba adelantada a su época y encaja perfectamente con los ideales del 2020, uno de los años más problemáticos y liberadores, repleto de opiniones contrarias y luchas de facciones digitales compuestas por personas que luego de cancelar a alguien o dar una opinión que no contribuye absolutamente en nada, que solo es una queja absurda, apagan la computadora o dejan de lado el celular y vuelven a sus vidas, donde, quizá, no están haciendo nada más por nadie más.
Espero no haber dejado cabos sueltos ni una interpretación errónea en el texto. Esto no es un ataque contra la cancelación ni contra la opinión, sino contra la fe ciega de una masa iracunda que parece no conocer que todo está en constante cambio, y que solo quiere sentir que hace algo por los demás sin que esa sea la solución. Tampoco quiero que parezca que justifico actos terribles: hay cosas que no importa si se hicieron hace quince, veinte o treinta años, jamás tendrán perdón. El ser humano es capaz de muchas atrocidades imperdonables.
Y, quién sabe, puede que yo, en uno, dos, cinco o diez años, lea esto y me dé cuenta de cuán equivocado estaba. Solo el tiempo lo dirá.
Las cacerías de brujas no han terminado. Aquí dentro, en internet, las personas siguen clamando por ese espectáculo.